Mare Nostrum
Este espacio es mi mar de ficción, y también puede ser el tuyo.
lunes, 20 de febrero de 2012
Compartir hasta …
jueves, 16 de febrero de 2012
La pasión de Mara
Estaba nerviosa, ansiosa, era el día más importante de su vida, quería que todo fuera perfecto. Como en esos cuentos que tenían a princesas como protagonistas, que su madre le contaba a su hermana y a ella cuando eran niñas. Por enésima vez se miró al espejo, primero de frente, luego un perfil y después el otro.
Acto seguido se acomodó el vestido una vez más, verificó que su peinado y maquillaje estuviera bien. Y se sentó en su cama a esperar que la vinieran a buscar para dar el gran paso.
Ese paso que la haría feliz, ese paso que la uniría al ser amado. Ese paso que tantas y tantas veces había soñado dar. Pero esta vez no era un sueño, era realidad. Por fin había llegado ese día tan esperado.
Mara había conocido al que sería su esposo por intermedio de Pamela, su hermana. En realidad no eran hermanas, eran hermanastras, pero ellas nunca hacían esa disquisición.
La madre de Mara había muerto cuando ella sólo tenía unos meses, ni siquiera la recordaba. Pocos años después su padre volvió a casarse con Nelly, quien tenía una hija Pamela. Ambas eran de la misma edad, sólo se llevaban unos meses. Mara quería a Nelly como si fuera su madre, y ella la quería como si realmente lo fuera.
Para Nelly, las dos chicas eran iguales. Nunca hizo distinciones entre su hija y la de su marido. Por el contrario, a veces se ponía más del lado de Mara que del de su propia hija.
Esto despertaba en Pamela unos celos incontrolables, y reacciones impredecibles que siempre hacían su impacto tanto en la persona de Mara como en “sus posiciones”.
Lo malo era que Mara nunca podía probar lo que Pamela le hacía. Ella era demasiado astuta como para ser atrapada en una de sus fechorías. Con el transcurso de los años las peleas, celos y venganzas se fueron aplacando hasta desaparecer.
Las chicas aprendieron a convivir y se hicieron amigas entrañables. Compartían salidas ý tenían casi el mismo grupo de amigos. Pamela fue la primera en conseguir novio, y como veía a su hermana tan sola un día trajo a un amigo que estaba segura que a ella le iba a gustar.
Y así fue, no se equivoco. Mara comenzó a salir con Guido. Al poco tiempo se pusieron de novios, se comprometieron y pusieron la fecha de casamiento. Fue algo rápido, un torbellino amoroso en el que vertiginosamente los dos quedaron perdidos y enamorados.
Mara miró nuevamente la puerta, no había ningún reloj en la habitación, no tenía idea de cuanto tiempo había pasado desde la última vez que revisó su atuendo frente al espejo. ¿Qué pasaba que no venían a buscarla?
Por fin la puerta de su dormitorio se abrió y entró una enfermera. “Mara, ¿estás lista? El doctor te esta esperando para tu sesión de esta mañana.”
Mara le clavó la vista, atónita, no comprendía lo que esa mujer le estaba diciendo. Ese era el día de su boda, el más importante de su vida. ¿Cómo iba a tener una sesión con un médico? ¿De qué le estaba hablando?
La enfermera se paró junto a Mara y la tomó dulcemente de la mano. “Hoy es martes, los martes por la mañana tenés que ir a ver a tu psiquiatra. ¿Lo recordás?”
Y Mara recordó, lo recordó todo. Recordó la carta que le hizo llegar Guido minutos antes de contraer matrimonio. Una carta en la que le contaba que se iba con Pamela, el amor de su vida.
Una carta en la que le revelaba que nunca la había querido a ella sino a su hermana. Una carta en la que Guido y Pamela le contaban como se habían burlado de ella todos estos años.
Una carta en la que Pamela le explicaba con lujo de detalles, como ella le había ido quitando el amor de su madre, y por ese terrible hecho, se había hecho acreedora de su venganza.
Una carta que marcó un antes y un después en su vida, una carta cruel, funesta, una carta que la desequilibró y le hizo perder la razón.
martes, 14 de febrero de 2012
Es parte del amor…
Ella tuvo la ultima palabra. Él entró al dormitorio para buscar sus cosas y cerró la puerta. Eso provocó en ella algo que no esperó sentir nunca. La invadió la tristeza, la desesperación. La angustia comprimía su garganta dejándola sin aire.
No pensaba con claridad. Sensaciones y sentimientos se apoderaron de ella. Ese amor, que tanto le había costado conseguir, también se esfumaba. Otra vez sola, en esa casa que ahora, ante la inminencia de su partida, le parecía enorme, kilométrica.
De ahora en más estaría sola, rodeada únicamente por sus cosas Cosas a las que ella les daba valor, mucho valor, demasiado. Sólo eran cosas inanimadas, sin presente ni pasado, sin memoria ni recuerdos. Eran solo eso, posesiones circunstanciales, sin vida ni emociones adquiridas por si, sin una vida vividas por sí mismas, sino por otros.
Sólo eso tenía en su vida, en sus manos. Su capital estaba compuesto por puñados y puñados de nada recolectados a lo largo de toda una vida.
“¿Qué nos pasó? O, mejor dicho, ¿qué me pasó?” , se dijo, en voz alta. Esa auto revelación la dejó pensando, la hizo meditar una y otra vez. “A mi me pasó. Él era todo en mi vida y lo estoy perdiendo. A menos que…” Sacudió la cabeza hacia ambos lados con violencia. “No”, se dijo. “Es imposible.”
Pero la idea la perseguía, no la iba a abandonar tan fácilmente. Su vida y la de él, en realidad, la de ambos, estaba en juego. Ella tenía la solución al alcance de su mano. “Pero no”, se dijo. “Yo no soy de esas.”
Todo era tan simple y tan complejo. La solución estaba ahí, al alcance de su mano. ¿Por que no podía hacerlo?. Un simple acto marcaba la diferencia entre el amor y la soledad, la redención y la condena. Debía arriesgarse y cruzar esa línea delgada y frágil.
“No”, se dijo. ”No lo hice nunca, además ya es demasiado tarde.” Sus pensamientos no eran tan claros, tan firmes como sus afirmaciones. Él se estaba yendo para siempre de su vida. Él no era como los demás, él le importaba, a él lo amaba.
“¿Es tarde?” se preguntó, dubitativa. No se animó a hacerse la reveladora pregunta en voz alta, y tampoco en silencio. Porque conocía de sobra la respuesta. Pero tenía que convencer a su orgullo. Él no era tan flexible como se había tornado ella. Su orgullo era implacable, impiadoso, demoledor.
Él la había llevado hasta allí, un puerto seguro, un lugar donde él estaba a salvo y permanecía indemne, de pie, inmaculado. Un lugar al que constituyó en su reino, donde era preservado y el único privilegiado. Un lugar donde no había sitio para nada más, ni siquiera para el amor.
Cerró los ojos y por un momento se imaginó la vida de ahora en más. El precio era alto, y esta vez no estaba dispuesta a pagarlo. Esta vez, a diferencia de las otras, se dejó guiar por su impulso: tomó valor, abrió la puerta y por primera vez le pidió perdón.
Y esa fue la primera vez de tantas, la más dulce y la más amarga al mismo tiempo. Después de todo, eso también es parte del amor…