lunes, 12 de septiembre de 2011

Promesa del alma

Fue a despedir a su amado con una sensación agridulce. Él, siguiendo la tradición familiar, partiría a la guerra. Esa era la parte amarga. La parte dulce era que le había hecho una promesa esperanzadora e inquebrantable. El le había prometido volver tan pronto como le fuera posible, sano y salvo, y entonces contraerían matrimonio.

Partirían juntos al nuevo continente, todas las nuevas que de esas tierras venían eran buenas, generaban ilusiones en quienes las escuchaban. Era un lugar fértil, de tierras bastas, donde el sol brillaba gran parte del año, y lo más importante para ellos es que era un lugar donde reinaba la paz. Allí estarían  a salvo, lejos de las guerra, sus horrores y sus mezquindades. Partirían a un lugar maravilloso donde podrían consolidar su amor y materializar sus sueños.
Ella llegó al punto de despedida, la plaza del pueblo. Desde ahí partiría su amado y  comenzaría a forjarse también esa inflexión en sus vidas, modificándolas y uniéndolas para siempre. Inmediatamente lo divisó entre la multitud. Ambos estaban exultantes, radiantes, ella luciendo sus mejores atavíos, él con su reluciente armadura coronada con una enorme sonrisa.

Se tomaron de las manos y se miraron extasiados, uno perdido en los ojos del otro, tratando de inmortalizar ese momento en su memoria, tratando de que la imagen del ser amado permanezca en su retina hasta el regreso. Él la miro con esos ojos que parecían dos pequeños mares,  con esa mirada única que solo en el reconocía, y le dijo dulcemente “Volveré pronto, no olvides mi promesa”. Ella, enjugando sus lágrimas le dijo: “Estaré esperándote”.
La despedida, como todas las despedidas, fue corta. Claro, es un lapso marcado por la ausencia, la tristeza y la sensación de vacio. O por lo menos así les pareció a ellos, ya que tendrían mucho tiempo de no verse por delante. Pero en esa despedida también hubo momentos en los que afloró la felicidad y la esperanza. Porque esa iba a ser su ultima despedida, y el comienzo de una vida juntos.

Después de la partida, ella trataba de llenar su tiempo sumando más y más actividades, hacía cuanto podría y aun más. Quería que esos meses se pasaran rápido, sin darse cuenta. Finalmente muchos meses pasaron y la noticia llegó. ¿Quien dijo que las malas noticias llegan rápido?. Esa noticia que destrozaría su vida, sus proyectos, sus ilusiones, la que haría que su mundo entero se derrumbara no lo hizo. Su amado había muerto en la batalla como un valiente.
Los matices de su pena eran diferentes según el día. A veces, sólo era un llanto mudo. Sus lágrimas corrían por sus bellas mejillas. Otras veces, sólo permanecía sentada viendo transcurrir el día, casi inerte, con la vista y los pensamientos perdidos. Todos trataban de consolarla, pero era inútil. Quien podría consolarla, y era la causa de su tristeza, no estaba allí para hacerlo. Se había ido para siempre.

Una noche desesperada, poseída y enajenada por el dolor la pena, tomó todas aquellas sagradas posesiones  que él le había obsequiado, hasta sus cartas, y en un rapto casi de locura las arrojó a la chimenea de su habitación. Observó como todo era devorado por el fuego  a la vez que repetía, casi con odio y rencor, “Embustero, quebrantaste tu promesa”. Cuando pudo volver en sí, el arrepentimiento se apoderó de ella. Nada ya le quedaba de su amado, nada quedaba  como prueba de ese amor. Sintió como la congoja que le quitaba el aire era sucedida por un llanto demoledor que la hizo caer en un sueño profundo.
En ese momento, un poco aturdida y confusa, en ese límite poco claro que existe entre la vigilia y el sueño,  sintió que alguien besaba su frente. Luego escuchó la voz  de su amado que le susurraba al oído: “Amada mía, vine a cumplir mi promesa. Te llevaré conmigo a  un lugar maravilloso donde estaremos juntos y felices por siempre.” Su tono era más dulce que nunca, o al menos más dulce de lo que ella recordaba.

A la mañana siguiente, como todas las mañanas, su madre fue a despertarla. Entró en su habitación. Algunos segundos después, un grito desgarrador lo invadió todo. Entre llantos y gritos desesperados su madre llamaba a su padre, anunciándole que su niña había muerto.

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