martes, 29 de noviembre de 2011

Una lección para Paula

La desesperación nos lleva por caminos insondables, extraños, que a veces limitan, se confunden y se funden con el ridículo. Ella estaba desesperada, un recuerdo infantil le cruzó por la cabeza. Era la receta infalible que le daba su madre para alejar las pesadillas de su mente, ella le decía: “Paula cuando tengas un mal sueño, cerrá los ojos muy fuerte y contá hasta tres. Cuando los abras todo habrá desaparecido.”
Era algo simple, pero efectivo. Esa receta aniquilaba sus temores infantiles. Hacía desaparecer los monstruos que había debajo de su cama y en su placard. Sacaba de su derredor a las brujas malignas que querían robarle sus sueños, y traía a las hadas buenas que la protegían.
Esa fórmula mágica la había acompañado también en su vida adulta, en momentos ingratos y angustiantes. En esos momentos en los que sentía que no podía más. Siempre traía consigo a ese pensamiento salvador, ese pensamiento que te rescata en el último segundo, en ese segundo en el que estas pensando darte por vencida. Era una receta salvadora, había estado en su familia por generaciones, ¿cómo podía fallar?
Esto era lo peor que le había pasado en su vida. Llovía a cantaros, los relámpagos desgarraban el negro cielo cada vez con más violencia e intensidad. El ruido era ensordecedor, eso la confundía, no la dejaba pensar con claridad. Estaba agitada, su respiración y sus latidos se aceleraban, la ahogaban a conciencia.
Estaba fuera de sí, en un estado extraño. Trató de tomar nuevamente el control de esa Paula que desconocía, respiró profundo, un relámpago la cegó, y sintió un terror como nunca había sentido, Se sorprendió con un grito que le heló la sangre, un grito desgarrador, un grito ancestral primitivo, un grito que provenía de ella misma, desde sus propias entrañas, un grito que la dejó agotada, sin aire. Pero que a la vez le dio cierta tranquilidad.
Volvió a entrar al auto. Le costó cerrar la puerta, sus manos estaban torpes, su cuerpo temblaba sin control, estaba empapada y aterrada. Respiró muy profundo, y se dijo: “Tenés que calmarte”. Cerró los ojos muy fuerte, tan fuerte como nunca lo había hecho, ni siquiera cuando la asaltaban esas pesadillas nocturnas en la que monstruos y brujas la acechaban.
Uno, dos, tres dijo: “Cuando abra los ojos todo esto habrá desaparecido”. Naturalmente temía abrir los ojos, y temía que nada hubiera desaparecido, temía volver a ver lo que vió, temía que él estuviera allí, sin vida. Con el último resto de valentía que le quedaba, abrió los ojos, salió del auto… y todo estaba igual.
El desastre no había desaparecido ni siquiera, con la receta infalible, esa receta que había hecho desaparecer los temores de su familia por generaciones. ¿Qué iba a hacer entonces? ¿Quién iba a creerle?¿Qué iba a decir? Naturalmente diría la verdad, no era fácil de creer, es más, ella misma no la creía. Era una locura, inverosímil.
“Ese hombre salió así de la nada, en medio de la nada, y en medio de una lluvia torrencial. ¿Dónde iría él, con este clima? Yo iba despacio, con las luces encendidas, y él no me vió”. No recordaba el momento en que se había producido el accidente. Solo acudían a su cabeza una sucesión de escenas confusas. Intentó una vez más repasar los hechos, pero nada, todo se tornaba confuso, la cabeza le explotaba. No sabía que hacer, ni que decir, el hombre estaba muerto, había arruinado la vida de ese pobre ser.
Entonces por primera vez en su existencia fue egoísta, la asaltó esa pregunta demoledora “¿Y qué va a pasar con tu vida, Paula?”. Eso la paralizó, pensó unos segundos, puso maquinalmente en marcha su auto y se fué. Sabía que no debía hacerlo, que estaba cometiendo un tremendo error, pero operó su instinto de conservación. Ese instinto primitivo que tenemos los humanos que nos hace hacer cosas estúpidas que después pagamos caro, muy caro.
Paula vivía en las afueras de la ciudad, hacía ese trayecto todos los días. Ese día estaba como desconectada, o al menos conectada en otra frecuencia, en otros temas que ocupaban su cabeza y la preocupaban más que el camino. Las cosas en su trabajo iban bien, cada vez mejor, aunque no pasaba lo mismo con su pareja.
La semana anterior él se había ido de viaje, pero antes de irse habían tenido una discusión de esas que hacen historia, o al menos las terminan. Hacía muchos días que no sabía nada de él, estaba preocupada, pero no quería llamarlo. Si tomaba una decisión, quería que fuera su decisión y no una decisión influenciada por una cortesía de último minuto.
Todo eso daba vueltas en su cabeza antes de producirse el accidente. Cuando llegó a su casa, la lluvia había mermado, a diferencia de su desesperación y angustia. Entró su auto al garaje, lo revisó minuciosamente, no había ningún indicio del accidente. Ni marcas, ni golpes, ni sangre, ni un bollo. Nada, el auto estaba perfecto. “Pero lo atropellé y él esta muerto”, se dijo.
Fue al baño, tomó una ducha, y siguió pensando en esa sóla y única idea que ocupaba su cabeza y su corazón. ¿Qué hacer y cómo? No podía llamar ni contarle a nadie, comprometería a la persona que intentara ayudarla, no podía involucrar a nadie. Lo que había pasado era su culpa, debía resolverlo en soledad. Se sentía como un animal enjaulado, iba de una habitación a la otra, presa de su culpa. Nada la aliviaba, muy por el contrario, todo indicaba que debía pagar lo que había hecho.
Pasó toda la noche en vela, armando un rompecabezas sin solución, no había más vueltas que darle. No había más historias que inventar, no había más argumentos que buscar, ni historia que reconstruir. Sólo había una salida, o al menos era la que ella veia como plausible. Iría a la comisaría, le contaría su versión y que ellos decidieran que hacer. Era lo más sensato.
Y así lo hizo, llegó a la comisaría, y la atendió alguien que ella calificaría como: “un chico con uniforme”, él le pregunto que necesitaba.
Paula le contestó: – Quiero hacer una denuncia. – y antes de perder el valor continuó: – Anoche maté a un hombre en la ruta.
- Tome asiento, aguarde un momento que ya la atiende el comisario. – le dijo el aspirante.
Paula estaba sorprendida, “Que me siente. ¿Cómo no me esposó ni me metió en una celda? Que chico incompetente, me puedo escapar tranquilamente, y él como si nada”. Ahí estaba ella, sola, tratando de purgar su condena, muerta de miedo por su futuro. A los pocos segundos apareció el comisario. Un hombre muy alto y fornido, con cara de bueno y una gran sonrisa, con unos ojos azules muy profundos y limpios.
La hizo pasar a su despacho, le dijo que se sentara, la miró a los ojos y le dijo:
- “Así que usted atropelló al hombre de la ruta, m´hijita.
No le sorprendió el comentario, a estas alturas ya lo habrían encontrado.
– Sí – dijo Paula.
- Claro – prosiguió el comisario – - Llovía, usted no lo vió, él no la vió. Salió de la nada, en medio de la lluvia. ¿Recuerda algún detalle más?
- No – dijo Paula – Todo está muy confuso, ni siquiera recuerdo haberlo golpeado…
-¿Y su auto? – interrumpió el comisario – ¿Cómo quedó su auto?
Ella lo miró, no entendía por que le preguntaba algo así tan frívolo.
- ¿Que importancia puede tener como quedó mi auto? – dijo Paula. 
- Lo único que importa es que le quité la vida a una persona.
Después de decir esas palabras ella rompió en llanto.
- Cálmese señorita. – le dijo el comisario – Lo que le pregunto es importante, dígame, ¿cómo quedó su auto?
- El auto no muestra señales del accidente.
- Está bien – le dijo el comisario – y es lógico, por que tampoco hay cuerpo.
Ella lo miró muy seria.
- No entiendo – le dijo.
- Si, lo sé. – dijo el comisario – Es normal que no lo entienda. Verá, hace como 40 años, en ese mismo lugar fue atropellado un hombre. Era una noche de tormenta, igual que la de anoche. El hombre iba a un campo vecino a buscar un animal que se le había perdido. El conductor no lo vió venir, ni siquiera paró para ayudarlo, se dió a la fuga. Las noches de tormenta, el ánima del hombre atropellado, vuelve a aparecerse a los conductores que van distraídos, o conducen demasiado rápido y estos lo atropellan. Les ha pasado a casi todos por aquí, hasta a mi mismo, me ha pasado. ¿Entiende m´hijita? , es el anima de ese pobre hombre que vuelve para darnos una lección…

jueves, 24 de noviembre de 2011

Las consecuencias de su juego

Ese día se despertó con peor humor que de costumbre. No tenía ganas de desayunar, así, que leyó un poco para hacer tiempo. Luego tomó una ducha, se afeitó cuidadosamente, se vistió y se puso en marcha. Ese mediodía tenían una comida de trabajo, esos eventos tontos donde la gente se reúne, comenta intrascendencias, y se reúnen fondos para investigación.
Estaba fastidiado, detestaba esos eventos, tener que explicar a gente superficial, con una atención dispersa, en que consistía su trabajo. Era algo árido, inútil, lo hacía sentir como el sujeto de un fallido experimento, como uno de sus ratones blancos.
La situación era de por sí ridícula. Él era un hombre de ciencia, un hombre racional, con sentimientos básicos. Así era como se definía. El sostenía que en los seres racionales debía primar la razón sobre los sentimientos. En su caso, su razón controlaba a su pasión. Para él los sentimientos eran una cursilería distractiva, que lo apartaba de su objetivo, de su mundo, de su labor.
Era un hombre de ciencia, y no un hombre de fé. Siempre hacía esa disquisición. Era un ser parco, huraño, solitario, de un carácter un tanto irritable. Nunca estuvo enamorado, consideraba a ese sentimiento como una patología. Para él, la gente que se enamoraba sólo eran personas que compartían una patología, no un sentimiento.
Cuando llegó al lugar donde se iba a desarrollar el “evento recaudatorio”, tal como él lo calificaba, la vió. Se sorprendió mirándola y devolviéndole una sonrisa. “Es una locura”, se dijo, y raudamente fue al encuentro de algunos colegas. Juntos soportarían los embates que les producía ese poco deseado evento.
Al poco rato un grupo de señoritas se dirige hacia ellos, uno a uno le preguntan sus nombres, a cada uno se le asigna un sitio. Naturalmente, trató de apelar la medida de las jóvenes argumentando que a él y a sus compañeros les habían tocado mesas diferentes. Ellas contestaron que la distribución de los comensales había sido hecha por la persona que organizaba el evento. Nada se podía hacer a ese respecto.
Con su creciente mal humor a cuestas, se sentó de muy mal grado. Para colmo de males, a su derecha, habían sentado a una mujer, su nombre era Ivana. Para el año que viene que se olviden de mí, pensó, voy a dar parte de enfermo una semana antes,
El destino, además de tener un gran sentido del humor, confecciona nuestra vida con mucha antelación. Sus designios son hechos con una minuciosidad obsesiva y a prueba de científicos. Una vez que estuvo sentado y abstraído en sus protestas racionales, ve de soslayo que Ivana, su imaginada molesta compañera de sitio, se para detrás de la silla que le habían asignado, y comienza a correrla para sentarse.
A pesar de todo, él tenia modales. Que no usaba muy a menudo, pero los tenía, y muy allí dentro suyo, olvidados en su interior. Pero cuando le llegó el aroma de su perfume, afloraron inmediatamente. Se puso de pie, corrió la silla, la miró a los ojos y le dijo “Mariano Araujo”. Ella le sonrió, por segunda vez en el día, y le dijo “Ivana”.
Ella era una mujer con mucha personalidad, bella, tenía puesto un sencillo vestido azul. Aún así, destacaba del resto. Él estaba sorprendido, su conducta dejaba mucho que desear. El control lo había abandonado, estaba turbado, amilanado, su andamiaje y todo lo que había construido sobre él se estaba desmoronando. La racionalidad lo había abandonado, se había batido en retirada con la poca dignidad que le quedaba, después de haber perdido por primera vez, y de manera humillante.
Él, Mariano, se encontraba conversando animadamente con Ivana sin apellido, y con el resto de los mortales no científicos que ocupaban esa mesa de temas banales, intrascendentes, de nada en particular y sobre todo en general. Eran temas varios, superficiales, de los que no salvan al mundo de enfermedades ni mitigan su hambre.
Le pareció una experiencia extraña, pero no del todo desagradable, muy por el contrario. Después del segundo plato, Ivana dijo a sus compañeros de mesa: “Les propongo un juego, ¿qué les parece?”. Inmediatamente todos dijeron que sí. Sorprendentemente el primero en pronunciar la entusiasta afirmativa, y ante su sorpresa fue… él, el racional científico,
Él, que normalmente se hubiera reído de semejante propuesta, y hubiera descartado de plano su participación por considerarlo como algo inmaduro e infantil. Fue el primero que contestó, prestándose de muy buen grado a jugar el jueguito que le proponía ella.
El juego consistía en decir que pequeño sacrificio estaba dispuesto a hacer cada uno de los participantes, para que mágicamente el mundo dejara de ser el mundo que es, y pasara a ser un lugar mejor. Ivana fue la primera en responder: “Mi debilidad son los zapatos. Yo estaría dispuesta a no comprar zapatos durante todo un año, ese sería mi pequeño sacrificio”.
Todos estaban de lo más divertidos, contestaban a conciencia, se lo tomaban muy en serio, como si realmente su pequeño sacrificio, haría surgir un mundo mejor. Habían caído en la magia del juego, todos lo estaban disfrutando, hasta se sentían mejores personas por hacer ese sacrificio imaginario.
Mariano fue el último en responder. Demás esta decir que las respuestas de sus predecesores les parecieron banales, tontas. Comenzó su racional alocución diciendo que por más que todos lo intentaran la consigna era imposible, irrealizable. Dió un largo argumento racional incontestable, sólido, abrumador.
Una vez que hubo terminado de dar su argumento. Ivana lo miró a los ojos y le dijo: “No me contestes con la cabeza, respóndeme con el corazón, ¿qué harías?”. Él no podía creer que estuviera ignorando su racionalidad, su sólida postura. Ella lo estaba desafiando, estaba provocando su intelecto. Eso es un sueño, una fantasía le dijo Mariano.
“Así es”, le dijo Ivana, “es lo que diferencia una meta de un sueño. Cualquier persona puede alcanzar una meta con trabajo, tesón, disciplina y autodeterminación. En cambio para alcanzar un sueño se necesita una cuota de ilusión, de magia, de fe. Es esa conjunción la alquimia de la que muchos carecen”.
Ese juego cambió la vida de Mariano. La respuesta de Ivana lo demolió, a la vez que lo embelesó, lo enamoró. En ese mismo segundo la adoró. Inmediatamente se dieron cita en su cabeza todas las frases cursis que decía su abuela. Llegaban sin aviso, de repente, prepotentes, llegaban intempestivamente, sin llamar. Sólo entraban, se quedaban y se repetían una y otra vez. “Muy bien”, se dijo mentalmente, “entendí el mensaje”.
Entonces tomó una decisión, la decisión. Desconectó su mente y por primera vez en su vida dejó que su corazón tomara las riendas. Se dejó llevar y la invitó a salir. Con el tiempo, Ivana le confesó que se había enamorado de él en la comida del año anterior. Era ella quien tenía a su cargo la organización del evento. No sólo había planeado donde iban a sentarse, sino que también se había asegurado que “él cayera en las redes de su amoroso juego”.

martes, 22 de noviembre de 2011

La Confiable Justicia Divina

Hoy era el día, debía hacerlo de una vez. Todo estaba preparado, las condiciones estaban dadas. Había hecho las averiguaciones pertinentes y el seguimiento. Hacía cinco años que lo estaba planeando, le llevo mucho tiempo y energía llegar hasta ese momento, pero había valido la pena. Finalmente, estaba listo.
Hacía algo más de un año que César estaba libre. Que irónico. Él estaba libre. Cada vez que lo recordaba el corazón le daba un vuelco y la ira lo cegaba. César ahora podría hacer lo que quisiera: ir, venir, reír, caminar, reunirse con sus amigos. Sin embargo, ella… No importa, se dijo, todo va a cambiar.
Antes de salir repasó por última vez lo que haría. Lo hizo durante gran parte de la noche, hasta que se quedó dormido. A la mañana, al despertarse volvió a hacerlo. Todo estaba cubierto, nada había quedado librado al azar, había planeado cada palabra, cada movimiento.
Había observado a César, lo había fotografiado, radiografiado. Conocía de sobra como iba a ser su reacción, que diría, como lo diría y para que lo diría. Sabía también cual sería su contrarreacción a la reacción de él. Nada iba a salir mal, no habría sorpresas, ni contratiempos, ni fallas de ningún tipo.
Lo estaba planeando desde hacía mucho, el último año lo había dedicado a perfeccionar su plan. Lo afinó, le dió ciertos ajustes, un estilo, lo embelleció para dedicárselo a ella. Inés se merecía eso y mucho más.
Memorizó cada detalle de manera que todo estuviera aceitado, de manera que cada cosa encajara dentro de otra como los engranajes de un reloj. Todo estaba dispuesto, y así se haría. Miró la hora, cerró la puerta de su casa y se puso en camino.
Iba a hacer justicia. Iba a darle a ella la justicia que la Justicia le había negado. Siempre había estado en contra de la justicia por mano propia, el ojo por ojo y diente por diente le parecía algo que no era de esta época.
Una reacción irracional, un hecho de bárbaros. Siempre había creído en la Justicia, hasta que él la necesito. Hasta que la muerte de Inés quedó casi impune. Cesar le había quitado la vida, y la Justicia no lo había condenado.
Con su venda en los ojos no había visto los hechos como él los veía, como debían haber sido vistos. Todo fue rápido e incompleto. Cesar había tomado la vida de Inés y no había pagado todo lo que debía. La deuda estaba vigente y él la cobraría.
La deuda se extinguiría de una sola y única manera: tomaría la vida de Cesar por la vida de Inés. Con ese acto no la recuperaría, eso lo tenía muy claro, esa maravillosa mujer de la que él estuvo enamorado durante años, y ella consideraba solo un amigo, no volvería mágicamente a la vida. Esa mujer que Cesar no supo valorar estaba muerta, ese era un hecho que ni él ni nadie podría cambiar.
Lo único que estaba en sus manos era equilibrar las cosas. Darle a cada quien lo que se merecía, quitarle a Cesar lo que él le había quitado a Inés. Eso mantendría el equilibrio, eso le daría paz de conciencia, eso era lo que cada uno merecía. En definitiva con ese acto, cada quien tendría lo que le correspondía.
Finalmente llegó a la casa de Cesar. Era temprano, faltaban unos minutos para que él saliera. Así que espero pacientemente, estaba muy calmado. Eso no lo asombró, esa misma situación la había vivido muchas en su cabeza, tal vez demasiadas. Eso debía terminar cuanto antes.
Cuando vio encenderse la luz de descenso del ascensor, se puso en marcha para salirle al encuentro. Cesar salió del ascensor, abrió la puerta del edificio y lo vió. Él se paró frente a Cesar, clavó sus ojos en los suyos y con un tono calmado, profundo, casi con cierto dejo de dulzura le dijo: ”Vengo a matarte”.
Cesar le sostuvo la mirada, sus ojos mostraban una profunda tristeza y un marcado abatimiento. Que al pronunciar la sentencia se tornó en alivio. Inmediatamente contestó: ”Te lo agradezco de todo corazón. No pasa un segundo sin que piense en ella y me arrepienta de lo que hice. Mi vida es una tortura, ya no soporto vivir así, pensé en quitarme la vida, pero no tuve el valor. Al fin el cielo escuchó mis oraciones”.
La confiable Justicia divina había comenzado a poner en marcha su maquinaria, y a poner las cosas en equilibrio. No tenía sentido tomar la vida de Cesar, para que quitar la vida y darle el alivio. Su vida misma era su máximo castigo. Así que se dio media vuelta, y se fue teniendo la certeza que Inés, por fin, descansaba en paz.

viernes, 18 de noviembre de 2011

Unidos por el caminio

Subió al micro, y se dejó caer en el asiento. Estaba abatida, los últimos días habían sido largos, espantosos, tristes, duros. La vida había reservado turno para todas las malas experiencias que pudo reunir.
Respiró profundo, sacó un libro y comenzó a leer. Quería distraerse, ocupar la mente, no pensar. Al terminar esa primera página, levantó la vista. Algo la distrajo y su mente tomó el control. Primero le trajo una reflexión: era el primer viaje que hacía sola. Siempre había viajado acompañada, menos esta vez. Luego comenzó como una enajenada a traer una sucesión interminable de imágenes, recuerdos dolorosos y amorosos.
Inevitablemente surgió la pregunta: ¿dónde se fué el tiempo, cuándo transcurrió que no me dí cuenta? Todavía tenía vívido en su memoria aquel primer baile en el que estrenó su primer vestido largo. ¿Pero, qué pasó después? ¿Cómo llegué hasta aquí? La respuesta era simple, tan simple como demoledora. Ni siquiera quería pensarla, pero debía ser valiente y enfrentarlo.
Ella era la causa, y su hija su consecuencia. Hacemos elecciones. Quizás no siempre son las mejores, quizás nos parecen las mejores en ese momento. Después, a la luz de los acontecimientos, vemos que son tremendos errores. Claro, de eso nos damos cuenta cuando es demasiado tarde, cuando ya no hay vuelta atrás, cuando el daño esta hecho o la vida esta gastada como en su caso.
Siempre había estado con ella, desde que ella la engendró y hasta el día de su muerte. Había vivido por y para ella, la vida que ella hubiera querido. Había vivido una vida ajena, que no le pertenecía, que no le era propia, que no hubiera sido la que quería. Era la que ella quería y eso era suficiente. Y fue valiente y se preguntó, ¿era suficiente? La respuesta fue inmediata, tajante. “No”, pronunció en voz alta.
Por primera vez en muchos años se sintió aliviada, era libre. Todavía no sabía muy bien que iba a hacer con esa libertad. Por lo pronto se dirigía a la costa, a la casa de unos familiares a pasar unos días. Allí podría pensar más claramente, evaluar que rumbo iba a tomar su vida. Todavía era una persona joven, o al menos así se consideraba. Se sentía optimista al pensar en el futuro, Nada podía ser peor que su pasado.
Una voz que encerraba una pregunta la trae a la realidad ¿Qué frío hace no?, un señor se había sentado a su lado y buscaba conversación. Debía tener cuidado, el viaje era largo, debía asegurarse que ese hombre que en principio la atrajo no fuera un pesado insoportable.
Transcurrida media hora ya conversaban como si se hubieran conocido de toda la vida, Inmediatamente simpatizaron, apareció ese lazo invisible, esa mágica comunión que llama a los más puros y nobles sentimientos. Había miradas profundas, esas en las que se dice todo sin decirse nada.
Respetaban los tiempos, se escuchaban con una atención suprema. Para quien los observaba, más que un diálogo parecía una ceremonia en la que cada vez que uno tomaba la palabra, daba al otro precisas instrucciones para obtener el secreto de la eterna felicidad.
El le contó que iba a la costa por negocios, hacía unos años se había separado de su esposa. Todavía quedaban algunas heridas abiertas y sentimientos a flor de piel. Ella también le contó su vida, al menos la parte pertinente. Le contó que su madre había muerto recientemente, omitiendo ciertos detalles. No quería dar lástima y mucho menos a él.
Cuando llegaron a destino, se miraron a los ojos por unos minutos y se dijeron todo cuanto debían decirse. Luego se tomaron de las manos y se fueron juntos. Por esas cosas de la vida, se habian encontrado el uno al otro. En ese momento en que ella pensó que era el peor, en el que creyó su vida agotada y malgastada. En ese momento que tal vez no era el mejor, fué valiente y tomó la decisión correcta.
Pasaron ya 10 años desde aquel día, con días buenos, mejores, malos y de los otros. Ellos siguen juntos, mirándose, extasiándose y amándose como el primer día.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Solamente ella y él

Él la adoraba, la veneraba. Nunca había sentido ese estado de plenitud. Nunca se había sentido tan completo, tan dichoso, tan feliz. Cuando la conoció, su vida dio un giro. Ella fue lo mejor que le pasó en la vida. El de él era un amor real, puro, incondicional.
Tuvo que pasar muchos sinsabores y desencantos para llegar hasta allí, pero sin lugar a dudas había valido la pena. Tenía la plena seguridad que ella era la persona que el destino le tenía asignada. Su compañera en esta vida, su amada.
Él era muy protector. Todas las mañanas se levantaba muy temprano, iba a buscarla a su casa y la acompañaba a su trabajo. Por las tardes salía de su trabajo y corría a su encuentro. A él no le importaban las bromas que le hacían sus amigos al respecto. Lo único que le importaba era protegerla y compartir todo el tiempo que pudiera. Disfrutando de cada instante.
Había pasado más de un año desde aquella primera salida. La relación había alcanzado un nivel inmejorable, estaba fuerte, consolidada. Ellos habían crecido como pareja. Era necesario que pasaran al próximo nivel. Algo de seriedad y compromiso no les vendría nada mal, al contrario, los fortalecería. Se irían a vivir juntos, la decisión estaba tomada.
Entonces comenzaron la búsqueda, necesitaban un lugar que estuviera cerca, o al menos no tan trasmano de sus respectivos lugares de trabajo. No quería perder horas y horas viajando, querían ahorrar todo el tiempo posible para estar juntos, disfrutando uno del otro.
El que busca encuentra, y ellos encontraron, no tan pronto como lo esperaban, pero encontraron lo que buscaban. Eso y el hecho de estar juntos, de compartir su existencia, de no estar pendientes de horarios ni de tiempos ajenos, potenció su felicidad.
El tiempo transcurrió entre dicha y alegría. Un buen y feliz día el sorprendió a familiares, amigos y conocidos con la buena noticia. Ella estaba embarazada, su amor seguía avanzando, prosperando y dando literalmente frutos. Alquilarían un salón, y darían una gran fiesta de compromiso, se presentarían en sociedad ante familiares y amigos. Luego, para estar a tono con la seriedad que requería su estado de futuros padres, se casarían. Era lo que él siempre había querido.
Finalmente llegó el gran día, el día del compromiso tan ansiado. El día en que oficializarían su amor ante familiares y amigos. El día en el que asumirían el compromiso de casarse ante la ley y ante los ojos de Dios. El día más feliz de su vida, ese día tantas veces soñado, tantas veces imaginado y anhelado.
Todos los familiares, amigos, compañeros de trabajo y algunos vecinos de él estaban presentes, expectantes, felices por su felicidad. A todos les llamó la atención que no hubiera nadie por parte de la novia. Aunque esas cosas pasan, la familia podía no estar de acuerdo. ¿Pero que pasaba con sus amigos? Tampoco estarían de acuerdo con la relación, o tal vez sentían celos de su felicidad. Lo más terrible, y lo que quizás algunos secretamente sospechaban, fue que la novia tampoco se hizo presente.
Todos trataban de calmarlo, aunque estaban preocupados, no sabían, ni tenían la seguridad de que le había pasado. Lo llamativo era que ni ella ni su gente se habían hecho presentes. Los más suspicaces sostenían la teoría que esto era algo que ella había planeado. Estaba clarísimo, no se podía deber a un contratiempo ni a un accidente.
Todo era por demás confuso. Antes de comenzar con las acusaciones mentales hacia "la novia", querían tratar de comprender el porque esa de esa reacción, el porque de la crueldad, el porque de la humillación. Porque plantarlo delante de todos sus seres queridos. Porque no decirle que no se iba a presentar. Porque no evitarle esa vergüenza, si alguna vez lo había querido tanto.
Él no podía creerlo, estaba desolado, aniquilado. No se explicaba el porque de la reacción de ella. Estaba sorprendido, en un shock del que no podía salir. Eso era una pesadilla, no podía ser cierto, no debía ser cierto.
Después del frustrado festejo, su mejor amigo lo acompañó a su casa, el lo invitó a subir. Era la primera vez que su amigo entraba en la casa. Allí no había rastros de ella. En ese lugar que fuera testigo de su amor, no habían quedado pruebas de su existencia. Parecía como si ella nunca hubiera vivido allí.
Viendo el estado en el que él se encontraba, su amigo le dijo que quería hablar con ella, que por favor le diera la dirección de su trabajo. Tal vez así ella reflexionaría, o podrían resolver lo que ocasionó su conducta. Al principio el se resistió un poco, pero luego le dio la dirección. Tenía la esperanza que su amigo solucionaría este, el peor problema que había tenido en su vida.
Al día siguiente, el amigo de él fue a verla, quería saber que la había llevado a tomar esa decisión tan terminante. Preguntó por ella, se presentó y comenzó a hablarle serenamente. Mientras el amigo de él hablaba, ella lo miraba con una mezcla de asombro e incredulidad. Cuando él terminó de hablar, ella le preguntó si era una broma.
Esto enfureció al amigo de él, que mala persona, pensó, como podía tomar esa actitud, como osaba tomarle el pelo de esa manera. Pero a medida que ella le daba su versión, la piedad y la conmiseración por su amigo lo invadían.
Ella le contó que estaba casada desde hacía dos años, que estaba esperando su primer hijo. Cuando el amigo le mostró la foto de él ella lo recordó. El había entrado una vez al negocio en el que ella trabajaba. A partir de ese momento, el comenzó a seguirla, no le perdía pisada.
Todas las mañanas la esperaba en la esquina de su casa, viajaban en el mismo colectivo, y por la tarde la esperaba a la salida del trabajo. Él nunca le dijo nada. En un principio pensó en denunciarlo a la policía, pero ¿qué iba a decirles? Él nunca tuvo una actitud amenazante, ni le faltó el respeto.
Ella pensó mucho en que hacer para evitar esa situación, entonces sin decir el porque, le pidió a quien ahora es su marido, que la acompañara a su trabajo y la fuera a buscar. Esto no lo detuvo, él continuó siguiéndola hasta ayer.
El amigo de él pudo comprobar que la vida de ella era tal cual él la había relatado. Lo único que era inexacto o que no encuadraba en la vida de ella era él mismo. Quien sólo era el amado protagonista en su imaginación.

lunes, 14 de noviembre de 2011

El Taxidermista

Atilio era un hombre de aproximadamente unos cincuenta años, alto, de complexión maciza. Vivía en las afueras del pueblo. Era extremadamente educado, simpático, siempre tenía una sonrisa y un saludo preparado para quien se cruzaba con él.

Por generaciones el negocio de su familia había sido la apicultura. Y Atilio no fue la excepción a la tradición familiar. El era hijo único, en realidad tuvo una hermana mayor que murió cuando era pequeño. Sus padres habían quedado muy afectados con la muerte de su hija, por eso cuidaban a su hijo, quizás más de la cuenta.

Sus padres habían muerto hacía ya varios años y el quedó sólo con el negocio en esa enorme casa. Atilio siempre tuvo una afición, un hobbie, la taxidermia. Al morir sus padres, las horas que antes les dedicaba comenzaron a ser ocupadas por su pasión.

La taxidermia llenaba sus días y sobre todo sus noches. Noches en las que se sentía tan solo y desprotegido como un niño abandonado y solitario. Había dispuesto especialmente un cuarto para trabajar, con todas las comodidades que su actividad requería.

Su hobbie lo apasionaba, lo maravillaba el poder jugar un poco a ser Dios, y evitar la corrupción que hace que un cuerpo se convierta en cadáver. El hecho de mantener con aparente vida ese cascarón vacío que alguna vez contuvo a un ser vivo.

Al principio comenzó con piezas pequeñas. Pájaros que encontraba muertos en el campo. Un día encontró un gato muerto muy cerca de su casa, entonces pensó que estaba listo, que debía animarse con animales más grandes. El reto estaba planteado, y lo aceptó. No podía perder esa maravillosa oportunidad que el ciclo de la vida le regalaba para ser inmortalizada.

Atilio podía arrepentirse de muchas cosas en la vida, pero de lo que nunca se arrepentía fue de haber aceptado ese reto. De haber reconstruído el cuerpo de ese gato gris. Ahora su gato gris, su gato gris humo. Humo, ese sería su nombre.

Pasaba horas contemplando a Humo, lo contemplaba con una mezcla de admiración y embelesamiento. Lo miraba de cerca, de lejos. lo ponía en la entrada de la casa, en la ventana de su cuarto, en la terraza.. No podía creer que esa fuera su obra, su creación, su orgullo. Le parecía mentira haber plasmado en Humo, algo tan real, algo tan natural, algo con tanta vida.

A Humo le siguió Cala, la perra de un vecino que había muerto de una perdigonada. La llegada de Cala le dispara una idea, la idea de su vida, que más que una idea era un proyecto que necesitaba concretar, plasmar inmediatamente. Su vida debería dar más vida, una vida que creciera y se reprodujera

Atilio se dijo: “Tengo a mi gato Humo, a mi perra Cala, debo echar raíces. No puedo postergarlo más, necesito una familia. Esta casa tiene que estar completa, debe estar colmada nuevamente de vida. Voy a conseguir una esposa y con ella tendremos hijos”.

La idea de estar otra vez solo lo hería, le quitaba el aire. Era algo que no podía soportar más. Para él la soledad era un estado intolerable, hiriente, que solo le hacia daño. La imagen de volver a estar solo lo paralizaba, le quitaba el aire.

Y así fue como se decidió a comenzar a trabajar en el proyecto de formar una familia. Hizo un estudio profundo y pormenorizado, y alguna que otra averiguación. Consiguió un contacto sumamente discreto, que en estos casos es lo que realmente sirve. Otorgó algunos dinerillos y finalmente obtuvo lo que quería.

Y así fué como el encargado de la noche de la morgue del hospital de un pueblo vecino le consiguió el cuerpo de su esposa. Una mujer joven, que había muerto de un ACV, sin filiación conocida. Esa fue su primera experiencia con una mujer, en todo sentido.

Atilio la embalsamó utilizando una técnica milenaria pero eficaz, quedó perfecta. La modeló a su gusto, le dió todos los atributos que soñaba. Él era su mentor, su creador y ella su musa inspiradora.

Los hijos tardaron en venir, pero finalmente llegaron y colmaron a la feliz pareja de una felicidad mayor a la que tenían. También llegaron, suegros, cuñados, cuñadas, tíos, tías. Primas y primos. Ahora sí, su casa rebozaba de felicidad, de una felicidad real, como su familia. De una felicidad y plenitud como no había conocido.

Cuando a raíz de una denuncia la policía encontró a Atilio y a su familia y le preguntaron por que lo había hecho, él les dijo: “estábamos solos, ahora nos hacemos compañía”.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

El Descubrimiento

Andrea era una mujer un tanto estructurada, de esas que no toleran ver que los almohadones no estén perfectamente alineados. Había conseguido todo lo que se había propuesto en la vida. Consiguió tener un matrimonio feliz, una buena posición, amigos influyentes.
Hacía varios días que llovía sin parar y eso no ayudaba a levantar su ánimo. Tal vez fue eso lo que la llevó a evaluar su vida, o quizás el cuadro de situación de lo que la rodeaba. Su conclusión se hizo esperar, pero fue demoledora y hasta la sorprendió. Estaba harta de su vida, necesitaba un cambio.
Pensó y pensó sobre que era lo que realmente quería, que era lo que lograría satisfacerla, lo que podría devolverle la felicidad o el ánimo perdido. Dejó de mirar por la ventana, se paró, tomó su cartera, las llaves del auto y decidió seguir el itinerario que le dictara su impulso. Comenzaría por la cabeza, necesitaba un nuevo corte de pelo. Seguiría con la compra de ropa, zapatos, tal vez una joya, y luego tendría una aventura.
Fue así que se topó con Mario, un adonis hedonista, que vivía para su cuerpo y de su cuerpo. No era inteligente, pero sí astuto, además de llamativo. Lo bueno para él es que era de lo más ubicado. Sabía que nadie esperaba que le develara el sentido de la vida, tenía muy claro que quien solicitaba su compañía no lo hacia para que el satisfaga sus apetitos intelectuales.
No había trabajado un solo día en su vida, siempre había logrado que lo mantuvieran. Ese era su segundo orgullo, el primero, obviamente, era su cuerpo escultural.
Mario había “terminado” una relación que había resultado muy rentable. Y por supuesto debía comenzar inmediatamente otra, así es el negocio. En los últimos días no había tenido suerte, había visto mujeres que podían dar el perfil que él necesitaba, pero que, analizando en profundidad, eran al igual que él sólo una nube de humo.
Para su suerte apareció en escena Andrea. Una mujer distinguida, muy bien vestida, madura, estaba sola. Llevaba una gran cantidad de bolsas de compra, lo que la hacía ingresar al grupo de posible prospecto. Mario puso manos a la obra, tenía que obtener más información para decidir si debía no o no comenzar el trabajo.
La siguió muy disimuladamente, tenía que ver que compraba, donde lo hacía y como pagaba, eso era fundamental. Ella era muy suspicaz, e inmediatamente se dió cuenta de la presencia de Mario. Por eso compró más de lo que tenía pensado para atraer su atención.
Finalmente ella se sentó, pidió algo para tomar, lo miró, le dirigió una sonrisa y lo invitó a sentarse a su mesa. El juego había comenzado, no había vuelta atrás. Por distintas razones, ambos se necesitaban, y tenían en común mucho más de lo que ellos hubieran creído.
Mario y Andrea se encontraron muchas veces, siempre en la casa de él. Ella tomaba esos encuentros como algo terapéutico, por lo que pagaba, y muy bien. Un día, después de una de sus “sesiones”, Andrea estaba en el cuarto mientras Mario preparaba, como un buen anfitrión, algo para tomar en la cocina. En el ínterin, sonó el móvil de él que estaba sobre la mesa de luz. Ella, guiada por la curiosidad, se apuró y lo tomó. Ávida de información, miró el número, lo reconoció y quedo petrificada.
Mario se apuró a contestar, trató de ser lo más sutil posible para recuperar el aparato. Tomó su mano, la besó y quitó el teléfono de ella. Mientras contestaba, se dirigía a la otra habitación en busca de privacidad: “¿Cómo estás?… Estoy aquí extrañándote, esta tarde… Sí, estoy libre. ¿A que hora venís? Te espero”.
Cuando el volvió al cuarto, ella se estaba vistiendo, lo miró y le preguntó quien era. Él le contestó que era un cliente que tenía desde hacía muchos años. Mario le contó que lo buscó a él, como una especie de terapeuta emocional. Porque estaba harto de su vida, de su trabajo, de su mujer, necesitaba algo que le diera un giro a su vida, que le aportara interés, emoción, adrenalina. Ella necesitaba saber más, saberlo todo, aunque doliera, siguió preguntando, y él contestando y contándole detalles que ella no podía ni quería creer.
Andrea hizo un descubrimiento que cambio el curso de las cosas, que modificó su vida. Descubrió que ella y su marido tenían mucho más en común de lo que jamás pensaron o imaginaron. Además de compartir una vida, propiedades, una empresa, amigos. También compartían un amante.

viernes, 4 de noviembre de 2011

Esperando Vivir

Carlos era un hombre al que definiría como transparente, al que nadie tenía en cuenta. Era una de esas personas de las que su presencia o su ausencia pasa desapercibida. Aparentemente no tenía ambiciones, ni motivación, ni metas a la vista. Sólo permanecía allí, aferrado a lo que conocía, respirando, transcurriendo. Pero también envidiando y codiciando la vida de cuanta persona se cruzaba en su vida.

Había heredado el trabajo de su tío, que había trabajado treinta años en ese puesto, después de haber sido ascendido de cadete a administrativo. Nunca había ascendido ni un escalafón, siempre permaneció allí, considerado casi como un útil más del inventario.

Carlos siempre detestó la vida de su tío, siempre pensaba que a él no iba a pasarle lo mismo. Lo tenía todo planeado, iba a trabajar un año en ese puesto y después comenzaría una carrera ascendente. Hasta alcanzar un puesto directivo, que ganaría a base de trabajo duro, capacidad y garra. El iba a demostrar quien era, todos iban a saber quien era él. Y entonces iban a respetarlo, a admirarlo.

Pero pasaron los años y el ascenso no llegó. A diferencia de sus compañeros, él jamás ascendió. Le faltaba iniciativa, garra, audacia. Él estaba atado, paralizado por el miedo, ese miedo a perder ese trabajo que tanto odiaba. Entonces comenzó pensar en dar un drástico giro a su vida y cambió de planes.

Abandonó la idea de ascender en la empresa hasta llegar a un puesto directivo. Ahora haría algo más seguro. Algo que le garantizaría el éxito inmediato y la fortuna. A los demás les pasa todo el tiempo ¿Por qué no a él? Entonces decidió que iba a estar tocado por la Diosa Fortuna, e imbuido de esa suerte iba a ganar la lotería. Iba a hacerse así como así de miles de millones, y tal vez compraría esa maldita empresa, o una mejor, quizás varias.

La vida le debía una oportunidad y esta vez iba a cobrarle esa deuda, el pacto estaba hecho. Entonces comenzó a comprar billetes de lotería, de las que hubiera, cuantos pudiera. Lo hizo por años, y años. Y nada, sólo lograba sacar terminación, un premio de poco monto, o acercarse al billete ganador por un número más o uno menos. Se ve que la vida no lo había tomado muy en serio ni a él ni a su pacto.

Un día faltó uno de los cadetes, su jefe inmediato lo envió al banco a hacer un depósito de una suma importante. Esas sumas de las que tal vez se esté cerca una sola vez en la vida. El refrán dice que la ocasión hace al ladrón, y Carlos no fue la excepción. No bien tuvo el dinero en sus manos comenzó a trazar su plan.

Debía hacerlo rápido, y hacerlo bien, no había lugar para errores, ni fallas, ni contradicciones. Era la oportunidad que estaba esperando, la vida le daba una revancha, esa que tantas veces él le había reclamado.
Fue a al cementerio de trenes, ese lugar que era sólo suyo, ese lugar secreto. Ese lugar donde se refugiaba de las burlas de los otros niños. Ese lugar donde soñaba con una vida diferente, una vida en la que sería poderoso e inmensamente feliz. Escondió el dinero, se dió un fuerte golpe en la cabeza (que luego requirió sutura), y fingió el robo.

Carlos era un hombre chato, sin iniciativa, pero honesto. Sus superiores creyeron su historia. No hubo ni la más minima duda. Después de una investigación que requería el seguro, la causa se cerró y él salio indemne.

Con el cierre de la investigación comenzó la etapa de pensar como materializaría su sueño. Donde iba vivir, que compraría, donde, seleccionaría una bella esposa, amigos que estuvieran a su nivel, autos de lujo, personal de servicio. Todo debía estar calculado. Pero todavía no era el momento.

Cuatro años después del robo, Carlos se animó a llevar el dinero a su casa. La meta estaba más y más cerca. Todo estaba planeado cuidadosamente. Cada detalle estaba guardado en su cabeza como el mapa de un tesoro. El próximo paso era dejar el trabajo, pero todavía no era el momento, sólo había que esperar un poco más. Había esperado tanto, que solo un poco más no le haría daño.

El viernes fue su último día de trabajo, por fín su jubilación había llegado. Podía hacer ahora lo que quería, Nunca se animó a usar el dinero, que ya había perdido valor por su falta de valor. Ya no le alcanzaría para cumplir sus sueños, sólo para una mínima parte.
Entonces pensó en donarlo, en llevarlo a una institución, pero entonces lo tendrían ellos y no él. Entonces sus planes sí serían inalcanzables.

Miró la bolsa con dinero y sintió que esa era la causa de su infelicidad, de su desdicha, de todos sus males. Sin pensarlo dos veces, siguió su impulso y lo arrojó al fuego.

Ahora sí, dijo, voy a ser feliz. Pero a la vez pensó como voy a poder vivir con esa jubilación miserable. Tendría que haber conservado el dinero, tendría que…

Y una vez más, al igual que lo había hecho siempre, no vivió la vida que se forjó. Sino que comenzó a construir una nueva fantasía, la de como hubiera sido su vida, si hubiera conservado ese dinero.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Los sueños de Ana

Todos los seres soñamos. Nuestros sueños suelen ser más o menos vívidos. A veces son más vívidos que otras, o recordamos con más detalles lo que soñamos. Otras se tornan en confusas marañas que no sabemos ni siquiera por dónde empezar a desentrañar.

Ana también tenía sueños, sueños que jamás recordaba. Era como si hubiera pasado la noche en blanco. Como si su mente se apagara al dormise y el sonido del despertador la encendiera por la mañana.

Pero los sueños de Ana tenían una excepción, que era ese sueño recurrente. El que la perseguía desde que tenía memoria. Ese sueño que la inquietaba, le causaba curiosidad, la fascinaba a la vez que le causaba temor. Ese sueño que hacía que odiara el momento de ir a dormir. Ese sueño que comenzaba como una pesadilla y se tornaba aterrador, ese que ella no sabía en que momento iba a aparecer.

A diferencia de sus otros sueños, a este sueño lo recordaba con lujo de detalles. A pesar que pasaban los años siempre era igual, tan claro, tan real y tan escalofriante como la primera vez que lo tuvo. Todo era tan vívido, las sensaciones eran tan reales, tan profundas, recordaba sus colores, sus tonos, sus olores. Mantenía en ella todas las sensaciones que en él experimentaba, las almacenaba, las acumulaba. Y cuando el sueño se volvía a producir éstas se potenciaban más y más.

Se despertaba sobresaltada, con el corazón acelerado y la respiración entrecortada. Bañada en sudor y temblando de miedo. En cuanto abría los ojos, veía la luz, y comenzaba su alivio y su conexión con la realidad. Su sueño era casi cinematográfico. Soñaba que estaba sobre el pasto recostada, era de noche. Estaba en un parque, a lo lejos se veía una capilla.

En la siguiente escena y sin explicación, tal como ocurre en los sueños, ella estaba dentro de la capilla iluminada sólo por la luz de velas, crepitantes e intermitentes.

Había un fuerte olor a incienso mezclado con el olor que producían las velas al quemarse. Por una de las ventanas, a lo lejos, se veía una fila de hombres caminando hacia la capilla iluminados por antorchas, tal vez monjes, vestidos con hábitos oscuros.
Minutos más tarde entran a la capilla, e inician un extraño rito. Nadie parece verla, entonces ella se queda muy quieta para no ser vista. Observa la escena con gran curiosidad, ella está fuera, pero lo ve desde dentro.

Entre ellos hay una mujer, está muy quieta observando sus movimientos. No se une a sus cantos ni sus oraciones, sólo guarda silencio y los mira con mucha atención.

Sin solución de continuidad, Ana se despierta en su cuarto. Está oscuro, pero aun así consigue divisar a los monjes. Siente su presencia, el calor que emiten sus cuerpos, su olor a incienso, hasta escucha el latido de sus corazones que se acelera con la respiración de Ana.

Ella se queda inmóvil, susurran algo que ella no entiende. Se produce un silencio profundo, escalofriante, luego uno de ellos se acerca a su cama. Rodea el cuello de Ana con sus manos y lo aprieta firmemente, hasta que ella deja de respirar. Todo termina con el advenimiento de la mañana, que le devuelve, una vez tras otra, la vida. Siempre ha sido igual. Siempre, una y otra vez.

Pero esta vez fue diferente. La mañana que le devolvía la vida nunca llegó…