lunes, 20 de febrero de 2012

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Víctor volvió un poco más rápido de lo que Ayse esperaba. Cerró la puerta muy despacio, absorto en sus pensamientos, entró a la cocina. Se sirvió un vaso de agua, y se sentó. No dijo una palabra, tampoco vio  que ella estaba parada junto a la mesa mirándolo y tratando de adivinar lo que había pasado.
Ayse no sabía que hacer, si preguntarle o dejar todo como estaba. No podía quedarse como una mera espectadora, esa no era su naturaleza. Él estaba sufriendo, ella lo conocía, sabía lo que el sentía Norma, sabía que la amaba y la amaría por siempre.
El silencio, la apatía y la abstracción no eran una buena señal. Ayse lo amaba con toda su alma, tenía que hacer algo, pero ese algo era drástico, dramático. Cambiaría la vida de los tres para siempre. Aclararía y confundiría aun más las cosas.
Tal vez sea un mal necesario pensó Ayse, algo que debe pasar, algo que nos debe pasar. Se sentó junto a Víctor y tomó su mano. Hola, le dijo ella, ¿Cómo está Meliha?
El la miró muy profundamente tratando de contener un llanto incontrolable. Ayse sintió en esa mirada que él estaba buscando su consuelo. Sintió que le suplicaba que lo ayude a llevar a cabo esa empresa imposible, y totalmente desquiciada.
Ayse, Meliha se está muriendo, le dijo Víctor. La diálisis ya no funciona, necesita un trasplante. No le queda mucho tiempo, los médicos me dijeron que esta en una lista, que está primera.
No entendí muy bien lo que me dijeron, usan esas palabras difíciles. Hablan de patología, histocompatibilidad, que se yo. Vos sabes que a mi estas cosas me ponen mal y entiendo la mitad de lo que me dicen.
Lo único que sé es que Meliha necesita un riñón, ahora mismo. Yo no soy compatible, tampoco lo son sus primas. Es desesperante, no sé que más hacer, a quien recurrir. Me siento tan inútil, tan impotente, no puedo esperar sentado a que se muera y todo termine, tengo que hacer algo. ¿Pero qué?
Me lo dijiste a mi, y eso es suficiente le dijo Ayse, quizás  tenga la solución, o tal vez la solución este en mi.
Víctor la miró sin comprender, no entendía o no podía entender lo que ella le decía. Estaba abrumado, lo que Ayse decía lo desconcertaba. No entiendo, le dijo él.
Es muy simple, el mes pasado doné sangre para ella. Tenemos el mismo grupo sanguíneo. Es un comienzo, tal vez seamos compatibles.
¿Qué decís? Le dijo Víctor, creo que no te entiendo ¿vas a donarle un riñón?
Si Víctor, voy a donarle un riñón. No puedo verte así, se cuanto la amas, su muerte de aniquilaría. Hace años que estas librando una batalla demoledora con tu culpa por no poder ayudarla, y la impotencia.
Ya va siendo hora de que tengas un poco de alivio, de que ella tenga un poco de alivio, de que en definitiva todos tengamos un poco de alivio.
Ese mismo día Ayse se hizo los estudios correspondientes para saber si ambas eran compatibles. Y sí lo eran, asi que Ayse cumplió con su promesa y le dono un riñón a Meliha, la esposa de su amante. Ahora no solo comparten un hombre, también comparte su sangre y un riñón.
Esta historia no es únicamente producto de mi loca imaginación. Me inspiré en una nota que leí en yahoo. Una vez más la realidad supera a la ficción. Les dejo el link http://co.noticias.yahoo.com/mujer-turca-recibe-trasplante-ri%C3%B1%C3%B3n-amante-marido-093800197.html

jueves, 16 de febrero de 2012

La pasión de Mara

Estaba nerviosa, ansiosa, era el día más importante de su vida, quería que todo fuera perfecto. Como en esos cuentos que tenían a princesas como protagonistas, que su madre le contaba a su hermana y a ella cuando eran niñas. Por enésima vez se miró al espejo, primero de frente, luego un perfil y después el otro.

Acto seguido se acomodó el vestido una vez más, verificó que su peinado y maquillaje estuviera bien. Y se sentó en su cama a esperar que la vinieran a buscar para dar el gran paso.

Ese paso que la haría feliz, ese paso que la uniría al ser amado. Ese paso que tantas y tantas veces había soñado dar. Pero esta vez no era un sueño, era realidad. Por fin había llegado ese día tan esperado.

Mara había conocido al que sería su esposo por intermedio de Pamela, su hermana. En realidad no eran hermanas, eran hermanastras, pero ellas nunca hacían esa disquisición.

La madre de Mara había muerto cuando ella sólo tenía unos meses, ni siquiera la recordaba. Pocos años después su padre volvió a casarse con Nelly, quien tenía una hija Pamela. Ambas eran de la misma edad, sólo se llevaban unos meses. Mara quería a Nelly como si fuera su madre, y ella la quería como si realmente lo fuera.

Para Nelly, las dos chicas eran iguales. Nunca hizo distinciones entre su hija y la de su marido. Por el contrario, a veces se ponía más del lado de Mara que del de su propia hija.

Esto despertaba en Pamela unos celos incontrolables, y reacciones impredecibles que siempre hacían su impacto tanto en la persona de Mara como en “sus posiciones”.

Lo malo era que Mara nunca podía probar lo que Pamela le hacía. Ella era demasiado astuta como para ser atrapada en una de sus fechorías. Con el transcurso de los años las peleas, celos y venganzas se fueron aplacando hasta desaparecer.

Las chicas aprendieron a convivir y se hicieron amigas entrañables. Compartían salidas ý tenían casi el mismo grupo de amigos. Pamela fue la primera en conseguir novio, y como veía a su hermana tan sola un día trajo a un amigo que estaba segura que a ella le iba a gustar.

Y así fue, no se equivoco. Mara comenzó a salir con Guido. Al poco tiempo se pusieron de novios, se comprometieron y pusieron la fecha de casamiento. Fue algo rápido, un torbellino amoroso en el que vertiginosamente los dos quedaron perdidos y enamorados.

Mara miró nuevamente la puerta, no había ningún reloj en la habitación, no tenía idea de cuanto tiempo había pasado desde la última vez que revisó su atuendo frente al espejo. ¿Qué pasaba que no venían a buscarla?

Por fin la puerta de su dormitorio se abrió y entró una enfermera. “Mara, ¿estás lista? El doctor te esta esperando para tu sesión de esta mañana.”

Mara le clavó la vista, atónita, no comprendía lo que esa mujer le estaba diciendo. Ese era el día de su boda, el más importante de su vida. ¿Cómo iba a tener una sesión con un médico? ¿De qué le estaba hablando?

La enfermera se paró junto a Mara y la tomó dulcemente de la mano. “Hoy es martes, los martes por la mañana tenés que ir a ver a tu psiquiatra. ¿Lo recordás?”

Y Mara recordó, lo recordó todo. Recordó la carta que le hizo llegar Guido minutos antes de contraer matrimonio. Una carta en la que le contaba que se iba con Pamela, el amor de su vida.

Una carta en la que le revelaba que nunca la había querido a ella sino a su hermana. Una carta en la que Guido y Pamela le contaban como se habían burlado de ella todos estos años.

Una carta en la que Pamela le explicaba con lujo de detalles, como ella le había ido quitando el amor de su madre, y por ese terrible hecho, se había hecho acreedora de su venganza.

Una carta que marcó un antes y un después en su vida, una carta cruel, funesta, una carta que la desequilibró y le hizo perder la razón.

martes, 14 de febrero de 2012

Es parte del amor…

 

Ella tuvo la ultima palabra. Él entró al dormitorio para buscar sus cosas y cerró la puerta. Eso provocó en ella algo que no esperó sentir nunca. La invadió la tristeza, la desesperación. La angustia comprimía su garganta dejándola sin aire.

No pensaba con claridad. Sensaciones y sentimientos se apoderaron de ella. Ese amor, que tanto le había costado conseguir, también se esfumaba. Otra vez sola, en esa casa que ahora, ante la inminencia de su partida, le parecía enorme, kilométrica.

De ahora en más estaría sola, rodeada únicamente por sus cosas Cosas a las que ella les daba valor, mucho valor, demasiado. Sólo eran cosas inanimadas, sin presente ni pasado, sin memoria ni recuerdos. Eran solo eso, posesiones circunstanciales, sin vida ni emociones adquiridas por si, sin una vida vividas por sí mismas, sino por otros.

Sólo eso tenía en su vida, en sus manos. Su capital estaba compuesto por puñados y puñados de nada recolectados a lo largo de toda una vida.

“¿Qué nos pasó? O, mejor dicho, ¿qué me pasó?” , se dijo, en voz alta. Esa auto revelación la dejó pensando, la hizo meditar una y otra vez. “A mi me pasó. Él era todo en mi vida y lo estoy perdiendo. A menos que…” Sacudió la cabeza hacia ambos lados con violencia. “No”, se dijo. “Es imposible.”

Pero la idea la perseguía, no la iba a abandonar tan fácilmente. Su vida y la de él, en realidad, la de ambos, estaba en juego. Ella tenía la solución al alcance de su mano. “Pero no”, se dijo. “Yo no soy de esas.”

Todo era tan simple y tan complejo. La solución estaba ahí, al alcance de su mano. ¿Por que no podía hacerlo?. Un simple acto marcaba la diferencia entre el amor y la soledad, la redención y la condena. Debía arriesgarse y cruzar esa línea delgada y frágil.

“No”, se dijo. ”No lo hice nunca, además ya es demasiado tarde.” Sus pensamientos no eran tan claros, tan firmes como sus afirmaciones. Él se estaba yendo para siempre de su vida. Él no era como los demás, él le importaba, a él lo amaba.

“¿Es tarde?” se preguntó, dubitativa. No se animó a hacerse la reveladora pregunta en voz alta, y tampoco en silencio. Porque conocía de sobra la respuesta. Pero tenía que convencer a su orgullo. Él no era tan flexible como se había tornado ella. Su orgullo era implacable, impiadoso, demoledor.

Él la había llevado hasta allí, un puerto seguro, un lugar donde él estaba a salvo y permanecía indemne, de pie, inmaculado. Un lugar al que constituyó en su reino, donde era preservado y el único privilegiado. Un lugar donde no había sitio para nada más, ni siquiera para el amor.

Cerró los ojos y por un momento se imaginó la vida de ahora en más. El precio era alto, y esta vez no estaba dispuesta a pagarlo. Esta vez, a diferencia de las otras, se dejó guiar por su impulso: tomó valor, abrió la puerta y por primera vez le pidió perdón.

Y esa fue la primera vez de tantas, la más dulce y la más amarga al mismo tiempo. Después de todo, eso también es parte del amor…

lunes, 6 de febrero de 2012

Estar en el cielo...

Me desperté al escuchar mi nombre. Estaba sola. Miré en mi derredor, y nada, todo estaba en silencio. La habitación estaba oscura. Prendí la luz, para cerciorarme, y tampoco ví nada ni a nadie. El sueño me vencía, los párpados me pesaban y los ojos se me cerraban, así que apagué la luz rápidamente y volví a dormirme.
Mi sueño era extraño, aún más extraño que de costumbre. Lo primero que ocurre habitualmente en mis sueños es una sucesión de imágenes inenarrables e irreconocibles. Fragmentos claroscuros sin sentido se agolpan, junto con imágenes que se tornan irreconocibles debido a la velocidad a la que transcurren.
Aunque esta vez se produjo una innovación en mi sueño. Salí por mis parpados y me elevé, mucho, mucho. Traspasé el techo y fui directo al cielo, pude tocarlo y atravesarlo. Veía como mis manos abrían surcos entre las nubes, que permanecían así unos segundos. Sentí su olor, ese perfume a aire puro y fresco.
Pude volar y correr sobre su superficie. La sensación era extraña pero agradable. Era consciente de no tener noción del tiempo, y de tener todas mis sensaciones a flor de piel. Era un sueño de lo más vivido, real, no como los otros que eran planos y simulados. Este no- sueño no utilizaba la información que tenía en mi cerebro para transcurrir, porque esa información nunca estuvo ahí.
Podía correr muy velozmente, casi volar por las nubes, sin cansarme, sin perder el aliento. Todo era muy mágico, se iban haciendo caminos a medida que presentían mi presencia, y cuando no las había daba un salto hasta la próxima o directamente volaba.
Al principio no me sentía muy confiada de volar, tenía vértigo, mucho vértigo. Volaba sin poder mirar hacia abajo, sólo abría los ojos por pequeños lapsos. Aunque después me fuí acostumbrando, y, de a poquito, comencé a poder mirar para abajo. Y a disfrutar el paisaje. Por primera vez tuve la mente en blanco, ningún pensamiento se cruzaba por ella.
Tenía una agradable sensación, un bienestar mezclado con paz y saciedad. Por primera vez en la vida sentí que no necesitaba más, que lo tenía todo. El cielo era mío con sus nubes y con los rayitos de sol que pegaban en mi cara tan dulcemente como si la acariciaran.
Volé alto, muy alto, y después fui bajando. De a poquito, casi sin darme cuenta, suave y progresivamente, perdí altura. Hasta que sin notarlo dí un pasito y toqué tierra. Estaba en un vallecito, rodeado por sierras, árboles muy verdes, había hasta un laguito limpio y cantarín.
Los rayos del sol se colaban por entre los árboles y lo iluminaban, creando un efecto sublime. Mire alrededor e inmediatamente reconocí donde estaba. Era mi lugar preferido en el mundo, un lugar que conocí en unas vacaciones cuando, tenía 11 años.
Ese lugar me enamoró, me cautivó, cuando algo no me gustaba o trataba de calmarme por que había tenido un mal día, me transportaba allí. Ese lugar que me rodeada, me envolvía y me embriagaba con sus perfumes. Con sus olores, conformados por una mezcla por momentos irreconocible y por otros reconocible de olor a verde con olor a río, a yuyos, a flores silvestres sumados al olor a río a campo, a tierra.
Era mi lugar perdido, mi espacio mágico y secreto, el lugar en el que me hubiera gustado vivir. Ese era el lugar que yo hubiera elegido como mi cielo, mi edén, mi pequeño paraíso. Ese era el lugar donde hubiera querido estar eternamente. Entonces alguien volvió a pronunciar mi nombre. Pero esta vez no se detuvo, lo hizo una y otra vez. Era como una letanía, una especie de mantra que repetía sin cesar.
Me distraía, me exasperaba, me irritaba, me tapé los oídos con fuerza para no escucharlo. No quería que esa voz pronunciando mi nombre invadiera mi lugar, y me invadiera. Pero algo pasó, y ese algo me arrastró. Sin poder evitarlo comencé a descender, como cuando se cae en un sueño.
La sensación era desagradable, violenta. Todo se sucedía rápido, era como viajar en un tren descontrolado a máxima velocidad. Intenté volver, pero no pude. No pude, por más que lo intenté. Comencé a ver luces a mi paso, y otra vez tuve el sueño con imágenes incoherentes, oscuras y deshilachadas.
Cuando abrí los ojos, mi novio estaba sosteniendo mi mano muy fuerte, demasiado fuerte. Tenía el rostro bañado en lágrimas y un corte muy profundo en la frente del que salía mucha sangre. Lo miré desorientada, no entendía lo que estaba pasando.
“Te llamé y no me contestabas, me pareció que no respirabas, traté de reanimarte. Pero no reaccionabas, no sabia que más hacer, estaba desesperado. Grité, y te grité hasta que se me ocurrió gritar tu nombre, lo hice una y otra vez, como un loco, sabía que si escuchabas mi voz ibas a volver. Tuvimos un accidente”, me dijo