Carlos era un hombre al que definiría
como transparente, al que nadie tenía en cuenta. Era una de esas
personas de las que su presencia o su ausencia pasa desapercibida.
Aparentemente no tenía ambiciones, ni motivación, ni metas a la vista.
Sólo permanecía allí, aferrado a lo que conocía, respirando,
transcurriendo. Pero también envidiando y codiciando la vida de cuanta
persona se cruzaba en su vida.
Había heredado el trabajo de su tío,
que había trabajado treinta años en ese puesto, después de haber sido
ascendido de cadete a administrativo. Nunca había ascendido ni un
escalafón, siempre permaneció allí, considerado casi como un útil más
del inventario.
Carlos siempre detestó la vida de su
tío, siempre pensaba que a él no iba a pasarle lo mismo. Lo tenía todo
planeado, iba a trabajar un año en ese puesto y después comenzaría una
carrera ascendente. Hasta alcanzar un puesto directivo, que ganaría a
base de trabajo duro, capacidad y garra. El iba a demostrar quien era,
todos iban a saber quien era él. Y entonces iban a respetarlo, a
admirarlo.
Pero pasaron los años y el ascenso no
llegó. A diferencia de sus compañeros, él jamás ascendió. Le faltaba
iniciativa, garra, audacia. Él estaba atado, paralizado por el miedo,
ese miedo a perder ese trabajo que tanto odiaba. Entonces comenzó pensar
en dar un drástico giro a su vida y cambió de planes.
Abandonó la idea de ascender en la
empresa hasta llegar a un puesto directivo. Ahora haría algo más seguro.
Algo que le garantizaría el éxito inmediato y la fortuna. A los demás
les pasa todo el tiempo ¿Por qué no a él? Entonces decidió que iba a
estar tocado por la Diosa Fortuna, e imbuido de esa suerte iba a ganar
la lotería. Iba a hacerse así como así de miles de millones, y tal vez
compraría esa maldita empresa, o una mejor, quizás varias.
La vida le debía una oportunidad y
esta vez iba a cobrarle esa deuda, el pacto estaba hecho. Entonces
comenzó a comprar billetes de lotería, de las que hubiera, cuantos
pudiera. Lo hizo por años, y años. Y nada, sólo lograba sacar
terminación, un premio de poco monto, o acercarse al billete ganador por
un número más o uno menos. Se ve que la vida no lo había tomado muy en
serio ni a él ni a su pacto.
Un día faltó uno de los cadetes, su
jefe inmediato lo envió al banco a hacer un depósito de una suma
importante. Esas sumas de las que tal vez se esté cerca una sola vez en
la vida. El refrán dice que la ocasión hace al ladrón, y Carlos no fue
la excepción. No bien tuvo el dinero en sus manos comenzó a trazar su
plan.
Debía hacerlo rápido, y hacerlo bien,
no había lugar para errores, ni fallas, ni contradicciones. Era la
oportunidad que estaba esperando, la vida le daba una revancha, esa que
tantas veces él le había reclamado.
Fue a al cementerio de trenes, ese
lugar que era sólo suyo, ese lugar secreto. Ese lugar donde se refugiaba
de las burlas de los otros niños. Ese lugar donde soñaba con una vida
diferente, una vida en la que sería poderoso e inmensamente feliz.
Escondió el dinero, se dió un fuerte golpe en la cabeza (que luego
requirió sutura), y fingió el robo.
Carlos era un hombre chato, sin
iniciativa, pero honesto. Sus superiores creyeron su historia. No hubo
ni la más minima duda. Después de una investigación que requería el
seguro, la causa se cerró y él salio indemne.
Con el cierre de la investigación
comenzó la etapa de pensar como materializaría su sueño. Donde iba
vivir, que compraría, donde, seleccionaría una bella esposa, amigos que
estuvieran a su nivel, autos de lujo, personal de servicio. Todo debía
estar calculado. Pero todavía no era el momento.
Cuatro años después del robo, Carlos
se animó a llevar el dinero a su casa. La meta estaba más y más cerca.
Todo estaba planeado cuidadosamente. Cada detalle estaba guardado en su
cabeza como el mapa de un tesoro. El próximo paso era dejar el trabajo,
pero todavía no era el momento, sólo había que esperar un poco más.
Había esperado tanto, que solo un poco más no le haría daño.
El viernes fue su último día de
trabajo, por fín su jubilación había llegado. Podía hacer ahora lo que
quería, Nunca se animó a usar el dinero, que ya había perdido valor por
su falta de valor. Ya no le alcanzaría para cumplir sus sueños, sólo
para una mínima parte.
Entonces pensó en donarlo, en llevarlo
a una institución, pero entonces lo tendrían ellos y no él. Entonces
sus planes sí serían inalcanzables.
Miró la bolsa con dinero y sintió que
esa era la causa de su infelicidad, de su desdicha, de todos sus males.
Sin pensarlo dos veces, siguió su impulso y lo arrojó al fuego.
Ahora sí, dijo, voy a ser feliz. Pero a
la vez pensó como voy a poder vivir con esa jubilación miserable.
Tendría que haber conservado el dinero, tendría que…
Y una vez más, al igual que lo había
hecho siempre, no vivió la vida que se forjó. Sino que comenzó a
construir una nueva fantasía, la de como hubiera sido su vida, si
hubiera conservado ese dinero.
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