miércoles, 28 de diciembre de 2011

La persona de mis sueños

Lo consultó con varias personas no muy allegadas, aunque para evitar burlas y susceptibilidades, recurrió al útil pero trillado: “Esto que voy a contarte le esta pasando a una amiga”. Pero a ninguna persona le había pasado algo ni siquiera parecido a lo que le pasaba a “la amiga” de Cecilia.
Hacía años que ella soñaba con algo, algo que se repetía con frecuencia. Algo que ella no sabía explicar muy bien que era, pero intentaba con ahínco explicárselo a si misma explicándoselo a los demás. Y, sobre todo, se esmeraba en ser lo más clara posible para tratar de que todos entendieran, y en especial ella, que era la propia interesada.
El sueño en cuestión era un mini sueño que estaba dentro de su sueño principal. Esta suerte de sueño accesorio al que podríamos denominar como capitulo, apéndice, fragmento o pequeña escena, era como un detalle que no tenía que ver con nada. Aparecía así, de repente, de la nada, transcurría esporádica e instantáneamente, y se iba.
Dejando secuelas, huellas profundas que hacían mella en Cecilia. Se abría esa puerta donde habitan la curiosidad y la intriga, que trabajaban juntas dando vueltas y vueltas el asunto en su cabeza. Haciendo que ella preguntara a que se debía ese misterioso episodio, por que se generaba.
Cecilia ignoraba la razón por la cual siempre aparecía ese intrigante fragmento en su sueño. Y lo peor era que no daba mayores detalles, todo era muy rápido, como si fuera un mensaje dado a grandes rasgos. Ella bailaba con un hombre que le parecía muy atractivo, una melodía irreconocible, en un lugar que le era extraño.
Llevaba un vestido celeste fuerte, casi turquesa, color que detestaba. Luego de notar el detalle del color insufrible de su vestido, había una mirada profunda que terminaba en un inevitable beso. Bueno, eso suponía ella, por que cuando ambos estaban lo suficientemente cerca, todo iba a un fade out, negro total, el despertar y la inquietante curiosidad.
No recordaba cuando había sido la primera vez, pero hacía varios años, tal vez quizás más o menos diez. En los últimos meses se había producido con más frecuencia de la habitual. En el sueño todo era inmutable, la cara de su compañero de baile, que no se parecía a nadie que ella conocía, siempre fue la misma.
Tampoco cambió la duración, ni el orden que siempre era promediando el “sueño principal”. Cecilia siempre esperaba que hubiera una segunda parte de su escueto y misterioso sueño. Esperando con ansias pero en vano tal vez una secuela, o una precuela, pero nada.
Cecilia desconocía si esa especie de producción independiente dentro de su sueño, era un mensaje, un recuerdo del pasado o una escena del futuro que su mente le mostraba en una dosis homeopática.
Ansiosa por saber de que se trataba recurrió al oráculo, al depósito del saber. En un acto de sed informativa lo busco en Internet. Pero la red de redes no contenía nada que se pareciera a lo que ella le pasaba. Su sueño anexado no encuadraba en ninguno de los allí descriptos.
También lo consultó con su terapeuta, tratando de buscar una explicación científica a ese misterio reiterado. Pero la explicación que su psicólogo le dió no la convenció. El apeló a la vieja batalla que mantiene eternamente el consciente y el inconsciente, a los deseos, las fantasías y el no animarse a hacer lo que se quiere hacer. Un diagnóstico por demás conocido, pero inaceptable.
La aparición de su suplemento onírico se hacía más y más frecuente con el transcurso de los días. Eso la distraía, la obsesionaba, la aislaba del mundo. Hasta se olvidó de saludar a su mejor amiga en el día de su cumpleaños. Lo recordó cuando su amiga la llamó para invitarla a su fiesta.
“Perdoname Luz”, le dijo, “pero últimamente no paro, soy un total desastre. Estoy tapada de trabajo, y no sé ni como me llamo”.
“Bueno, no importa”, le dijo Luz, “El sábado vas a venir a mi fiesta y te vas a relajar, a divertir, a pasarla genial, y a disfrazar. Y vas a venir sin excusas, me lo debés porque te olvidaste de saludarme. ¿No es cierto Ceci? Dame el sí, así corto y te dejo seguir trabajando…”
“Si”, le dijo Cecilia, sin pensar y mucho menos sin darse cuenta de lo que estaba diciendo.
“Muy bien, te espero”, le dijo Luz. “Te mando un mail con la dirección y la hora”.
Cuando cortó, Cecilia se dio cuenta. “No puedo ir a una fiesta de disfraz. ¿De que me puedo disfrazar? Veamos opciones para evitar el ridículo: de recién vacunada, de recién asustada, de mi misma, de mujer a la que no se le ocurrió un disfraz, de desorientada. Mejor busco una excusa, si, eso va a ser lo mejor”.
El sábado por la mañana Cecilia recibió un mail que no la sorprendió, pero la hizo reír. Era de Luz: “Como te conozco, mucho, tal vez demasiado, se que usaste tu tiempo para inventar una excusa de lo más creativa, en lugar de para buscar un disfraz. Así que alquilé uno que te va a quedar genial. Te espero en casa, así te cambiás y nos vamos juntas. Besos, Luz”
Cuando Cecilia llegó a casa de la cumpleañera, un amigo de Luz que ella no conocía bajó a abrirle la puerta. Cuando lo vió su corazón dio un vuelco. El la miró fijamente, por unos segundos los dos permanecieron mirándose, sin poder emitir palabra. Hasta que por fin él rompió el silencio.
“Te parecerá una técnica de conquista obvia y poco imaginativa, pero sos la mujer de mis sueños…”. “No”, le contestó Cecilia sonriendo, “Para nada, también podría calificarte como al hombre de mis sueños”. No necesitaron más explicaciones, ni comentar sobre el particular. Solo se miraron profundamente a los ojos, mostrándose y demostrándose el uno al otro que habían encontrado a su alma gemela. Bailaron toda la noche, ella luciendo un vestido color turquesa que adoró desde el mismo momento en que su amiga se lo mostró.
Y a diferencia de lo que pasaba en el “apéndice onírico que ambos tenían”, no hubo interrupciones. Ellos siguieron besándose, amándose y siendo felices por siempre jamás

lunes, 19 de diciembre de 2011

Vivir, crecer, aceptarse y amar

Todavía no había encontrado a su príncipe azul. A esta altura de su vida, las esperanzas de encontrarlo eran pocas o casi nulas. Ese fin de semana largo estaba sola en la ciudad, no había hecho planes. Eso le dió en que pensar. Y pensó, y meditó, y evaluó su vida, y llegó a una conclusión.
“Hace varios años que estoy sola, no sé realmente si quiero estarlo.” La pregunta que seguía era ¿por qué estoy sola o por que quiero estarlo? La respuesta… ¿habría una respuesta? ¿Varias? “¿Será mi responsabilidad, o de los demás? ¿Será que no habrá hombres? ¿Perdí el interés? ¿Será que habrá llegado la persona correcta, no me dí cuenta y lo dejé pasar? ¿Habrá sido esa mi unica oportunidad?” Pensó, y pensó. “No lo sé”, se dijo. Miró por la ventana, el día estaba espantoso. Hacía frío, llovía.
“Me quedo en casa , está decidido, ¿donde podría estar mejor?. Además tengo millones de cosas para hacer. Como decía mi abuela: Siempre hay algo para hacer en la casa. Tengo placares que ordenar, alacenas que limpiar…” Pensó lo que había dicho, se rió y dijo “Así es, conmigo la diversión nunca termina.”
Sus pensamientos aún no estaban del todo quietos, y esa frase los puso en marcha nuevamente. Eso hizo que afloraran sentimientos que no sabía que tenía. Conscientemente su soledad no le afectaba. Pero al parecer, le afectaba mucho más de lo que ella creía. Surgieron entonces cuentas pendientes, que derivaron en reproches hacia ella misma.
En lugar de acomodar un placard, se encontró acomodando sentimientos, sensaciones, reflexionando y haciendo un balance sobre su vida, con un resultado antipático, que detestó ni bien surgió a la luz, o por lo menos a su luz, que era la que realmente importaba. Fue algo casual, no planeado, una cosa trajo a la otra, y de repente, un hecho sin importancia, una frase dicha al pasar, de casualidad, desencadenó en ella un planteo existencial.
Aunque tal vez esa casualidad no fue tan casual. El fin de semana gris y solitario, trajo a la causalidad de su mano. Se presento ante Cristina y le dijo “Vamos a hacer algo de tu vida.”
Inmediatamente una idea se instaló en su mente. Más que una idea era un recuerdo. El recuerdo de “mejores tiempos” tal como ella los calificaba. Y esos recuerdos además de lágrimas de añoranza, amargura y autocompasión, lo trajeron a él.
Ese recuerdo, su recuerdo, vino y se instaló como un deseado huésped. “Fernando”, dijo Cristina en voz alta, cambiando sus lágrimas por una enorme sonrisa. “¿Qué habrá sido de su vida? Éramos tan jóvenes, tan felices, nos queríamos tanto. Nuestra inmadurez puso fin a esa bella relación. Nos peleábamos por tonterías, por cosas tan pequeñas e insignificantes.”
“Nos reiríamos tanto ahora de cómo éramos entonces. ¡Qué diferente serían las cosas ahora, que distinto actuaría! La experiencia es invalorable, pero a veces llega cuando es demasiado tarde. Llega cuando ya se actuó y las consecuencias están entre nosotros. Llega cuando ya no se puede volver atrás y remediar lo hecho.”
El recuerdo de Fernando y los momentos vividos la siguió y persiguió todo el día, y toda la noche. Hasta soñó con él, tal vez era un mensaje, tal vez la vida le estaba enviando una señal que debía buscarlo, tal vez… “Me parece que estoy pasando mucho tiempo sola”, se dijo.
Esa mañana, se levantó temprano, no había dormido del todo bien, pero estaba de muy buen humor. Su inconsciente le había planeado una sorpresa, que la dejaría perpleja. Preparó su desayuno, se sentó delante de su computadora, entró en su red social. Y cuando quiso darse cuenta estaba escribiendo el nombre de él en “Buscar Amigos”.
“Pero, ¿qué estoy haciendo?” se dijo. “Este sería el acto de una persona desesperada, yo no lo estoy. No soy así, tengo una vida, amigos, familia, un trabajo que adoro. ¿Por qué haría eso? Buscar a un novio que tuve en mi juventud, que en su momento creí el hombre de mi vida, mi príncipe azul.”
“Buscar a ese hombre con el que fuí tan feliz, ese hombre que me entendía, que me contuvo como nunca nadie lo hizo. ¿Por qué iba a hacerlo? No me considero un caso perdido. ¿Por qué iba a buscarlo? No sé si esta casado y con 10 hijos, no sé si está en el país, o en el continente o siquiera en este mundo.”
Aun planteando todos esos tontos argumentos contra su accionar, Cristina siguió con la búsqueda. Nada la detuvo, ni sus reflexiones desalentadoras, ni su inconsciente contestándole, y rebatiéndole uno a uno todos esos sólidos puntos que planteaba su parte consciente y racional.
“Está bien se dijo, debo admitirlo, estoy sola, no me puedo engañar a mi misma. Y ¿acaso me gusta estar sola? No, no me gusta, lo detesto. Me cansé de fingir que no me importa, que prefiero estar sola que mal acompañada, eso me agotó.”
“Tengo que hacer algo, creo que nunca pude sacarme a Fernando de la cabeza ni del corazón. Tengo que tener el valor de hacer este último intento, nada puede ser peor de lo que es ahora. Tengo que contactarlo, tengo que saber que fue de su vida, tengo que saber si el siente lo mismo por mi.”
"El buscador de amigos le trajo la foto actual de Fernando. “Está igual” dijo. Su estómago se llenó de miles de mariposas que revoloteaban en circulo, su corazón se aceleró. Sus sentimientos para con él habían estado dormidos por años, pero intactos. “¿Pero que pasará con él? No me importa, el mundo es de los que se arriesgan”
Mientras miraba titilar ese cursor que la invitaba, y la provocaba a escribir tipeó: “Hola Fernando, soy Cristina, ¿te acordás de mí?”
“Ahora a esperar”, se dijo. Esperó y esperó. Una hora, dos, tres, cinco. La mañana siguiente le trajo una respuesta. Abrió su red social, su máquina estaba más lenta que nunca. Estaba ansiosa, quería saber que le había respondido Fernando.
“Hola Cristina, ¿Cómo estás? No sabés lo que me acordé de vos todos estos años. Nunca te olvidé, fué tan lindo lo nuestro. Siempre quise contactarte, pero no sé… Que suerte que vos te animaste, siempre fuiste muy valiente. Te paso mi número de teléfono así arreglamos para vernos hoy, ¿te parece?”
Cristina se arriesgó y no terminó sola ese fin de semana largo, ni el siguiente, ni el siguiente. La relación prosperó y continuó. Ese sí era su momento, ambos habían vivido, crecido y madurado. Ahora sí era su tiempo, el tiempo de estar juntos, el tiempo de amar, el tiempo de amarse el uno al otro.

jueves, 15 de diciembre de 2011

Ese amor poco común

Irina y Manuel, eran una de esas parejas sólidas, inseparables. Se conocían desde su infancia, desde que tenían memoria. Vivían casa de por medio, fueron al mismo colegio, compartían amigos, juegos, paseos en bicicleta y meriendas. Los chicos crecieron, y la amistad develó que era contenedora de un sentimiento más grande y profundo, el amor, su amor. El amor de uno para con el otro.
Tuvieron un feliz noviazgo, y una boda soñada. Siempre decían que cuando hay amor se tiene todo en la vida. Juntos pasaron alegrías, tristezas, buenos y malos tiempos. Sus amigos los definían como Hipocampos terrestres. No podían vivir el uno sin el otro, siempre estaban juntos, buscándose, extrañándose. Nunca estuvieron separados, ni un solo día de su vida, hasta el sábado.
Irina tuvo un accidente doméstico estúpido, como todos los accidentes domésticos. Estaba limpiando algo en el techo, se estiró de más con un pie en el aire, como no alcanzaba intentó un poquito más, y otro, y… hasta que terminó dando con su cabeza en el piso.
Cuando Manuel escuchó el ruido de su cabeza dando con el duro piso, se desesperó, corrió hacia ella asustado, y haciendo propicia la oportunidad para retarla. No se lo iba a perder, las ocasiones de hacerlo no eran tantas. “Yo sabía que esto iba a terminar así, te lo dije un millón de veces, decime cuando quieras limpiar y lo hago yo”. Ella estaba aturdida, desorientada, no le contestaba. Un chichón enorme ahora ocupaba el lugar en el que antes estaba su frente.
“Eso no se ve nada bien, vamos a la guardia para que te vean. Los golpes en la cabeza no son buenos, ni siquiera en una cabeza dura como la tuya”. Normalmente con esta reflexión, Irina se hubiera reido, y le hubiera contestado algo acorde. Pero esta vez nada, no articuló palabra. Solo lo miraba, como tratando de enfocar la vista, o de reconocerlo.
Manuel no sabia muy bien que era lo que le estaba pasando, pero no quiso seguir perdiendo tiempo en indagar que era lo que ella sentía. “Mejor que la vea un médico”, pensó.
La médica que la recibió la revisó, y le hizo una simple pregunta de rutina “¿Qué te pasó?”. Irina le respondió “No sé, me debo haber caído. Pregúntele a ese señor que fue el que me trajo.” Cuando Manuel escuchó lo que su mujer decía, sintió que la Tierra se abría bajo sus pies. “Irina, soy Manuel”, le dijo, “¿No me conocés?”
Irina lo miraba como si no lo conociera, no entendía por que tenía que conocerlo. Esta bien, el había sido tan amable de haberla llevado para que la atendieran, pero ¿por qué tenía tanta familiaridad con ella?. Esto comenzó a inquietarla, a angustiarla. Una enfermera tomó a Manuel del brazo, y muy amablemente le dijo: “Quédese tranquilo, ella esta muy bien atendida. Vaya a la sala de espera, mientras la doctora le hace unos estudios.”
El obedeció, la esperó allí muy quieto, casi conteniendo el aliento y el llanto, con el alma en un puño. Estaba aterrado y lo peor era que ella no estaba para tranquilizarlo. Algún tiempo después, salió la medica que la estaba atendiendo, se sentó a su lado y comenzó a explicarle cual era el estado de Irina. No tenía idea de cuanto tiempo había pasado.
“Ella está bien”, le dijo, “hicimos varios estudios. Presenta un cuadro de amnesia por el trauma, así que debe quedar en observación al menos por hoy.” “Amnesia”, le dijo Manuel.
“Si, tal vez sea temporal.”
“¿Pero qué, puede quedar así para siempre?”, dijo Manuel.
“Aún no lo sabemos, en estos casos nada es definitivo. Quizás sólo sea temporal, puede durar un día un mes…”
“¿Pero cómo…? Usted no me puede decir eso, tiene que decirme algo en concreto, la respuesta no puede ser tan vaga. Es mi mujer y no me conoce. ¿Usted entiende lo que es eso? Nos conocemos desde que nacimos y no me conoce.”
“Vamos a hacer una cosa", le dijo, “Usted vaya a su casa, descanse, trate de calmarse. Mañana la va a ver el neurólogo, y tal vez él le de un diagnóstico más preciso. El cerebro humano es un misterio, no sabemos a ciencia cierta como puede reaccionar, es todo cuestión de tiempo. Lo importante es que ella esté tranquila, su presencia la inquietaría y no queremos eso. ¿Verdad?”
Durante el tiempo en que ella estuvo internada, Manuel fué todos los días a verla a la clínica, hablaba con médicos, enfermeras, terapeutas, mucamas, ascensorista. Hablaba con todos menos con ella. Era un rito doloroso, pero debía hacerlo.
Irina no recuperó la memoria, ni ese día, ni el siguiente, ni al mes, ni siquiera al año. Ella se fué a vivir a la casa de la enfermera que la cuidaba. Manuel estaba devastado, no soportaba la idea de vivir sin ella, le dolía físicamente no tenerla, no poder hablar con ella, no despertar a su lado cada mañana.
Pero él era un hombre fuerte, de convicciones firmes, de creencias férreas, de fe. Sobre todo de fe, y de fe en el amor, en su amor. Ese amor que había sentido el uno por el otro, ese amor que los había unido y acompañado durante toda su vida, en las buenas y en las malas. En la salud y en la enfermedad.
Basado en la fe, propulsado e impulsado por esa fe, Manuel trazó un plan. “Si pude una vez, puedo hacerlo dos”, se dijo. Volvería a conquistar a Irina, la recuperaría, se la quitaría a la amnesia como la amnesia se la arrebató a él. Lucharía con ella y la vencería, estaba seguro, confiado, como nunca en su vida lo había estado.
Con la escusa de que él fue quien la acompañó a la clínica, comenzó a visitar a Irina. Fue a verla un martes por la tarde con un ramo de rosas color rosa, sus preferidas. A ella le asombró que le llevara esas flores y de ese color. “¿Cómo sabias que eran mis preferidas?”, le dijo.
“Lo adiviné”, le contesto Manuel, con una sonrisa con la que trataba de contener sus lágrimas.
Luego vino una sólida amistad que develo que era contenedora de un sentimiento más grande y profundo, el amor, su amor. El amor de uno para con el otro. Ese amor que ella había olvidado que tenía dentro de sí, en lo más profundo. Ese amor que afloró cuando él reapareció en su vida, Ese amor que hizo que ella volviera a elegirlo. Ese amor que era su amor por él, ese amor que vence obstáculos y trasciende todo.

martes, 13 de diciembre de 2011

Lo que quedó pendiente...

Dicen que aquellas personas que tienen una muerte súbita en algunos casos no se dan cuenta de que están muertas. Dicen que esas almas que no encuentran inmediatamente el camino hacia su destino final vagan por este mundo. Tratando de encontrar su destino o de resolver alguna cuestión que les quedó pendiente. Dicen que esas almas a veces logran traspasar ese fino límite que los separa de la vida, y se presentan en nuestras vidas.
Hacia más de un año que Ricardo no veía, ni sabia nada de la vida de Carla. No había habido una finalización de la relación. Ninguno de los dos tomó la iniciativa para poner  un punto final a su historia. Los dos, tácitamente de común acuerdo, solo se atrevieron a ponerle puntos suspensivos.
Esta relación suspendida y en suspenso alteraba a Ricardo. No toleraba esta indefinición. Tenía claro que no quería ser quien indujera a poner el emotivo, irreversible y antipático, cartelito de “el Final”. Pero tampoco podía seguir así, sin saber cual era su estado, sin saber cual era el estado de Carla. Si ella estaba sola, o acompañada, o si él iba a poder estar solo o acompañado.
Ese día estaba decidido, no podía seguir así, estancado en algo que no sabía si aún existía. Tomó el teléfono y marcó el numero del trabajo de Carla, escuchó su voz, y cortó. “Esta tarde te voy a buscar”, dijo, mientras colgaba el auricular.
Y así lo hizo. Estaba muy nervioso. No quería terminar con ella, pero no sabía si ella ya había terminado con él. Mil cosas se le cruzaban por la cabeza, argumentos positivos, que confrontaban con los negativos, que los hacían pedazos. Tal vez ya esté viviendo con alguien, o casada. Por algo no me llamó en todo este tiempo. Me parece que no debería ir, tendría que haberla llamado por teléfono primero.
Aunque siempre, a ultimo minuto, cuando pensaba en volver sobre sus pasos, aparecía. Esa constante que hacia que todavía tuviera una pequeña esperanza, que rearmaba la cuestión y le daba impulso, que le insuflaba ese valor para seguir adelante. Esa incertidumbre, esa duda, ese “no saber” que te dá ánimo.
“Como sea, ya estoy aquí, en viaje, no puedo volverme atrás. Tampoco lo quiero, ¿por que lo querría? Será lo que tenga que ser, lo importante es que será algo. Para bien o para mal. Estaremos juntos como pareja el resto de nuestras vidas. O seremos amigos el resto de nuestras vidas. Si está con alguien, voy a respetarlo.”
“Carla es una persona increíble, valiosa, agradable, con un sentido del humor a prueba de todo. Entonces, ¿cómo pude ser tan estúpido para dejarla ir? ¿Y ella por qué me dejó ir? Quizás porque ya no me quería, quizás por eso dejó que me alejara, quizás…”
“No hay respuestas ciertas”, pensó, “hasta que no hable con ella todas son conjeturas. Que tráfico. Cuanto tarda este tipo, es medio tronco para manejar. En fin, paciencia, voy a relajarme para que Carla me vea bien, distendido.”
El viaje fue eterno, o al menos eso le pareció. Los pensamientos se sucedían con una velocidad impensada. Y el iba perdido en sus pensamientos, en sus teorías sin base, en sus preguntas sin respuestas. Iba distraído, pensaba en ella, en como y porque había sucedido lo que había sucedido. En como revertir o subsanar, o hacer lo que fuera necesario, para que ella volviera a ser parte de su vida.
Ricardo nunca llegó a ver a Carla, eso le quedó pendiente. Entre ellos se interpuso un colectivo que, por la mala maniobra de una moto, chocó contra el taxi en el que viajaba. Murió instantáneamente.
Dos años después, Ricardo logó traspasar ese límite entre la vida y la muerte. Y volvió para definir eso que le había quedado. Esa tarde, él fue a buscar a Carla a la salida de su trabajo. La vio como nunca, la notó distinta pero bellísima. Ella estaba sorprendida de verlo, pero no desagradada por la visita, se querían mucho.
Esa noche fue una celebración, una celebración propuesta por ella y secundada por él. Ella pidió que la sorprendiera y Ricardo no dejó de sorprenderla. Recorrieron esos sitios a los que iban cuando eran felices, esos sitios que les eran propios. En un momento, él sintió que debía ser valiente, que debía preguntar que había sido de su vida en estos tres años. Ella le dijo que había trabajado mucho, que siempre se había preguntado que había pasado con ellos.
Muchas veces, le dijo Carla, intenté hablar con vos, llamarte para saber que nos estaba pasando, que nos pasaba, por que esa silenciosa pausa. Pero no me animé, no podía. Me daba miedo de terminar lo que teníamos, o en realidad, lo que no teníamos. Aunque también me daba miedo de seguir, y que tomáramos por costumbre esas pausas antinaturales.
Y entonces, como al descuido, como quien no quiere la cosa, Carla deslizó que estaba viendo a otra persona, que se estaban conociendo. Era algo muy reciente, él le hacia mucho bien. Entonces ella lo miró muy fijamente a los ojos, y le dijo: “Si vos querés volver podemos hacer el intento…”
Cuanto le hubiera gustado escuchar esa frase antes de hoy, antes de que pasara todo lo que pasó. Pero no, la escuchó justo en ese momento, justo cuando era tarde, muy tarde. Por alguna razón que ignoramos los mortales, en ese momento Ricardo entendió todo. Supo lo que le había pasado, supo que esa era su última noche en la Tierra, supo que debía liberar a Carla de la relación. Él ya no podía ofrecerle nada.
Y también supo como decírselo a ella: “Seamos amigos”, le dijo, “después de todo este tiempo no puedo más que pedirte eso. El amor no tiene garantía, ni seguro. Pero un amigo es para siempre ¿no? No me gustaría volver a perderte, y retomar la relación en este momento, seguro implicaría eso. Sos una persona muy importante para mí.”
Hablaron, hablaron, perdieron la noción del tiempo, que recuperaron cuando los rayos del sol se colaron por la ventana del living. Ricardo miró la hora, y supo que debía irse. Ella lo acompañó y lo despidió con un amoroso beso en la mejilla.
Al otro día Carla llamó a su amigo y se enteró de lo que le había pasado, y de lo que había pasado. El volvió en cuerpo y alma por ella, para sacar esos odiosos puntos suspensivos y ponerle un dulce final a esa relación.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

En cuerpo y alma

Hacía mucho tiempo que habían dejado de verse, algo más de tres años. La relación no había funcionado. Ninguno de los dos sabía muy bien por que. Son esas cosas que pasan, en las que no hay una razón específica, sino pequeñas razones que forman un todo.
Un cúmulo de pequeñas cosas, falta de entendimiento, de comunicación, de química, ausencia de chispa. Todas ellas, constituyen un nutrido universo, que hace difícil la vida en común. Desgastando la relación, haciendo que se torne de algo maravilloso en algo insufrible, irritante.
Un día Ricardo sintió la necesidad de ir a buscar a Carla a su trabajo. Ella se sorprendió cuando lo vio esperándola a la salida. Por un segundo sintió nuevamente esa emoción que hacía que le revolotearan mariposas en el estómago. Al segundo siguiente la emoción fue desplazada por los cuestionamientos, las elucubraciones, y las preguntas sin sentido.
Carla se preguntaba “¿Qué estará haciendo él acá? ¿Qué será lo que quiere? ¿Vendrá a pedirme o a contarme algo? ¿Qué le digo si viene a contarme que se casa? ¿Felicidades? No sé si voy a poder mentirle, se me va a notar. Aunque tal vez venga a invitarme para ir a algún lado. O simplemente tenga ganas de verme, pero ¿por qué ahora? ¿Por qué justamente hoy?”.
Su cabeza era un mundo, en esas dos veredas que caminó hasta saludarlo se le cruzaron miles de pensamientos, que recorrían su cerebro a la velocidad de la luz. “Está bien”, se dijo Carla, “no voy a seguir pensando, por que se va a dar cuenta que estoy pensando en por que vino, y va a pensar que me importa mucho. Y no puedo darle esa impresión por que no sé a que vino…”
Inmediatamente después del fraternal beso en la mejilla, vinieron los saludos protocolares. Comenzó Ricardo con un: “Hola, ¿cómo estás?”
“Muy bien”, le contestó Carla, “¿y vos?”. “Muy bien también”, le contesto él.
Carla no pudo más con su genio, y le dijo: “Que raro verte por acá, ¿estabas por la zona?”. Él, que conocía su espíritu indagatorio, le contesto: “No”. Pero ella no le dijo nada más, sólo sonrió. Lo que obligó a Ricardo a preguntarle: “¿No querés saber por que vine?”
Ella se moría de ganas de saberlo, pero lo conocía demasiado como para entrar en su juego. Quería demostrarle que era una mujer diferente, que había madurado, que era refractaria a ciertas cosas. No tenía ganas de entrar en su concurso de preguntas y respuestas. Sólo quería una respuesta, la respuesta. Si él se la daba, bien, y sino se quedaría con la duda. O su imaginación la daría una respuesta que fuera plausible.
“Está bien”, le dijo él como si hablara con su sobrina de seis años, “Si no te interesa, entonces no te lo digo”. Ella lo miró fijamente y no contestó, se quedó muda, con una sonrisa irónica que le sellaba los labios. “La verdad”, le dijo Ricardo, “vine por que tenía ganas de verte. Estás hermosa, distinta, pero muy bella”.
“Vos también estás muy guapo, me alegré mucho cuando te ví. Me hizo muy bien que vinieras, tuviste una gran idea. ¿Lo celebramos?” “Por supuesto” dijo Ricardo, “Esto merece una celebración. Este día tiene que constituir para nosotros un hito, un hecho inolvidable”.
Carla pensó: “Si aceptó ir a celebrar es por que no está con nadie, es una buena señal. Tal vez podamos recomponer nuestra relación, nunca pude superar nuestra ruptura, y parece que él tampoco. O, al menos, no formó otra pareja, a menos que la tenga y me lo quiera comunicar celebrando… Tal vez me quiera pedir permiso para terminar definitivamente lo nuestro”.
Siempre sus pensamientos la torturaban, se adelantaban a ella, y la hacían sufrir. La llevaban por lugares en los que Carla no quería estar, ni recorrer, ni siquiera saber de ellos. Pero esta vez iba a ser diferente, esta vez ellos no iban a tomar el control. Esta vez no iban a volver a arruinar su relación con Ricardo. Así que mientras iban camino a su celebración, ella se dijo: “Todos ustedes fuera, déjenme en paz, estoy siendo feliz”.
“¿Donde tenés ganas de ir?”, le dijo Ricardo. Carla le contestó: “Ya que me sorprendiste viniéndome a buscar, quiero que esta sea una noche de sorpresas. Sorpréndeme nuevamente”. Y sí que la sorprendió, fueron a ese lugar chiquito donde iban siempre, ese que era “su lugar”. Eso la emocionó y si todavía le quedaba alguna duda, las despejó.
Después fueron a la casa de ella, hablaron, y hablaron, se contaron que había sido de sus vidas el tiempo que habían estado separados. Todo era como al principio, se habían olvidado los malos momentos, el desgaste, los desencuentros. El tiempo había suavizado y mejorado todo lo que sentía el uno por el otro.
No se dieron cuenta que el tiempo había transcurrido hasta que un rayo de sol que se colaba por la ventana del living iluminó sus caras. Ricardo miró el reloj, y dijo: “¡Mirá que hora es! Tengo que irme, pero nos hablamos ¿dale?”. Carla bajó a abrirle y se despidieron con un largo beso.
Al día siguiente Carla lo llamó varias veces al móvil, a ese número que había marcado tantas y tantas veces, y guardaba celosamente en su memoria. “Pero este hombre cambió el número de celular y no me lo dijo, o ¿lo habrá hecho a propósito? Ya están ustedes ahí de nuevo, ¿Quién los llamó?”, les dijo a sus pensamientos.
“Lo voy a llamar a su casa”, se dijo. Marcó el número y se sorprendió con un “Hola” que provenía de una mujer. Quedó desconcertada y cortó inmediatamente. “Habré marcado mal”, pensó, entonces volvió a marcar. Y de nuevo, atendió la misma mujer, así que tomó valor y le dijo: “Hola, soy Carla. ¿Está Ricardo”.
“¿Ricardo?” le dijo la mujer. Carla pensando que la mujer era una empleada le respondió: “Ricardo, el dueño del departamento”. “Ah, si, el dueño. No, mire señorita, yo le alquilo a la mamá de Ricardo. Él murió hace como dos años, le doy el número de la mamá así ella le cuenta mejor, ¿tiene para anotar?…

lunes, 5 de diciembre de 2011

La rutina aniquiló a la rutina

 Hacía tiempo pensaba, meditaba y reflexionaba sobre su vida. Esa vida monótona, rutinaria, aburrida y hastiante. Todos los días hacía lo mismo, no distinguía el lunes del viernes. Sus días parecían malas fotocopias de un original no muy original.
Todos los días se levantaba, se duchaba mientras se hacía el café, tomaba el desayuno leyendo el diario. Salía de su casa todos los días a la misma hora. Caminaba 4 cuadras, siempre tomaba por las mismas calles porque tenía el tiempo calculado, casi un minuto por cuadra. Tomaba el subte todos los días a la misma hora, salvo que éste se retrasara. Siempre subía al mismo vagón. Siempre viajaba con la misma gente,
Esa mañana sonó el despertador como todos los días, a la misma hora de siempre. Entonces Julio se dijo: “Voy a romper la rutina, hoy van a ser cinco minutos más”, y así lo hizo. Puso la cafetera, y fué a tomar una ducha. Cuando salió de la ducha, miró la hora y, sin recordar lo que se había prometido, se dijo: ”Tardísimo, no llego” y se fué sin desayunar.
Salió de su casa, muy apurado. Una vez en el subte, se puso a pensar en su actitud. Estaba enojado, molesto consigo mismo, y pensó: “Quebranté mi propia promesa, soy un animal de costumbre, pareciera que no tengo voluntad propia”. No entendía su actitud, ¿Por qué quería mantener una situación que lo hacia infeliz, que lo abrumaba?
Julio era una persona muy metódica y sobre todo analítica. De camino al trabajo repasó varias veces, no sólo su actitud de esa mañana, sino todo lo que hizo hasta salir de su casa. De pronto, lo recordó. “No desayuné” , se dijo. “Eso es, no desayuné, que bueno. Ahora voy a tener que desayunar en el trabajo”.
“Es algo que debo hacer y nunca hago, jamás desayuno fuera de mi casa. Y lo mejor fué que lo hice espontáneamente, no lo hice por que lo olvidé, porque algo me distrajo y lo olvidé. No seguí alimentando a la rutina, no seguí mi rutina, de manera que puedo cambiarla, olvidarla, dejarla de lado. Mi vida va a ser diferente, todo va a cambiar”.
“Ahora voy a ser distinto, una persona más relajada, una persona más libre, una persona que no está atada a hacer ciertas cosas que tiene que hacer, sino que de ahora en más voy a hacer lo que quiera hacer. Voy a ser tal vez una persona más feliz. Sí, seguramente”.
“Es más, ya me siento más feliz, tan feliz como no me había sentido en meses, o en años o hasta… si, casi hasta en toda mi vida. Romper la rutina fue lo mejor que me pasó nunca, de ahora en más voy a hacerlo siempre. Un día no va a ser igual al otro, todos van a tener ese componente que los distinga, eso que los diferencie, que los haga especiales, que los haga valer”.
“Voy a recordar cada día por lo que pasó, voy a poder distinguir cada día de la semana, y hasta cada día del mes, y hasta cada dia del año. Este es mi propósito de ahora en adelante, para toda mi vida”. Por ese sólo pequeño hecho que fue no desayunar se sentía tan contento, tan pleno, tan firme cumpliendo su propósito, tan optimista, que comenzó a sonreír una vez terminada su reflexión.
Llegó a su trabajo con una sonrisa, cosa que a todos les pareció de lo más extraño. Aunque nadie le preguntó nada. “Que raro”, pensó él, “nadie notó mi buen humor, mi sonrisa, mi felicidad. Claro, pobre gente, está tan sumida en su rutita que no ven más allá, no tienen una visión del mundo en su totalidad, solo ven la pared que tienen delante. Sólo ven la monotonía, la costumbre, la reiteración infinita que los rodea”.
Julio se sentía en la cima del mundo, sentía que había ganado la batalla de su vida, sentía que los demás no estaban a su altura, sentía la necesidad de impulsarlos a buscar a otros rumbos, de contarles como había cambiado su vida, de mostrarles cual era el camino, o al menos el camino que el había seguido y que lo hacia tan dichoso. Se sentía estimulado para obtener grandes y pequeños logros.
Se sentó en su escritorio, prendió su PC, tomó su taza y se dirigió hacia la cafetera. Saludaba a todos con una sonrisa, como nunca lo había hecho, y luego del saludo agregaba con un gesto casi infantil: ”Hoy no desayuné”.
Julio tenía perfecta conciencia que ese había sido un paso inexistente para la humanidad, pero que había sido un gran paso para él. Tal vez el mayor paso que dió en su vida, el primero de otros tantos que lo alejarían cada vez más de esa odiada rutina.

martes, 29 de noviembre de 2011

Una lección para Paula

La desesperación nos lleva por caminos insondables, extraños, que a veces limitan, se confunden y se funden con el ridículo. Ella estaba desesperada, un recuerdo infantil le cruzó por la cabeza. Era la receta infalible que le daba su madre para alejar las pesadillas de su mente, ella le decía: “Paula cuando tengas un mal sueño, cerrá los ojos muy fuerte y contá hasta tres. Cuando los abras todo habrá desaparecido.”
Era algo simple, pero efectivo. Esa receta aniquilaba sus temores infantiles. Hacía desaparecer los monstruos que había debajo de su cama y en su placard. Sacaba de su derredor a las brujas malignas que querían robarle sus sueños, y traía a las hadas buenas que la protegían.
Esa fórmula mágica la había acompañado también en su vida adulta, en momentos ingratos y angustiantes. En esos momentos en los que sentía que no podía más. Siempre traía consigo a ese pensamiento salvador, ese pensamiento que te rescata en el último segundo, en ese segundo en el que estas pensando darte por vencida. Era una receta salvadora, había estado en su familia por generaciones, ¿cómo podía fallar?
Esto era lo peor que le había pasado en su vida. Llovía a cantaros, los relámpagos desgarraban el negro cielo cada vez con más violencia e intensidad. El ruido era ensordecedor, eso la confundía, no la dejaba pensar con claridad. Estaba agitada, su respiración y sus latidos se aceleraban, la ahogaban a conciencia.
Estaba fuera de sí, en un estado extraño. Trató de tomar nuevamente el control de esa Paula que desconocía, respiró profundo, un relámpago la cegó, y sintió un terror como nunca había sentido, Se sorprendió con un grito que le heló la sangre, un grito desgarrador, un grito ancestral primitivo, un grito que provenía de ella misma, desde sus propias entrañas, un grito que la dejó agotada, sin aire. Pero que a la vez le dio cierta tranquilidad.
Volvió a entrar al auto. Le costó cerrar la puerta, sus manos estaban torpes, su cuerpo temblaba sin control, estaba empapada y aterrada. Respiró muy profundo, y se dijo: “Tenés que calmarte”. Cerró los ojos muy fuerte, tan fuerte como nunca lo había hecho, ni siquiera cuando la asaltaban esas pesadillas nocturnas en la que monstruos y brujas la acechaban.
Uno, dos, tres dijo: “Cuando abra los ojos todo esto habrá desaparecido”. Naturalmente temía abrir los ojos, y temía que nada hubiera desaparecido, temía volver a ver lo que vió, temía que él estuviera allí, sin vida. Con el último resto de valentía que le quedaba, abrió los ojos, salió del auto… y todo estaba igual.
El desastre no había desaparecido ni siquiera, con la receta infalible, esa receta que había hecho desaparecer los temores de su familia por generaciones. ¿Qué iba a hacer entonces? ¿Quién iba a creerle?¿Qué iba a decir? Naturalmente diría la verdad, no era fácil de creer, es más, ella misma no la creía. Era una locura, inverosímil.
“Ese hombre salió así de la nada, en medio de la nada, y en medio de una lluvia torrencial. ¿Dónde iría él, con este clima? Yo iba despacio, con las luces encendidas, y él no me vió”. No recordaba el momento en que se había producido el accidente. Solo acudían a su cabeza una sucesión de escenas confusas. Intentó una vez más repasar los hechos, pero nada, todo se tornaba confuso, la cabeza le explotaba. No sabía que hacer, ni que decir, el hombre estaba muerto, había arruinado la vida de ese pobre ser.
Entonces por primera vez en su existencia fue egoísta, la asaltó esa pregunta demoledora “¿Y qué va a pasar con tu vida, Paula?”. Eso la paralizó, pensó unos segundos, puso maquinalmente en marcha su auto y se fué. Sabía que no debía hacerlo, que estaba cometiendo un tremendo error, pero operó su instinto de conservación. Ese instinto primitivo que tenemos los humanos que nos hace hacer cosas estúpidas que después pagamos caro, muy caro.
Paula vivía en las afueras de la ciudad, hacía ese trayecto todos los días. Ese día estaba como desconectada, o al menos conectada en otra frecuencia, en otros temas que ocupaban su cabeza y la preocupaban más que el camino. Las cosas en su trabajo iban bien, cada vez mejor, aunque no pasaba lo mismo con su pareja.
La semana anterior él se había ido de viaje, pero antes de irse habían tenido una discusión de esas que hacen historia, o al menos las terminan. Hacía muchos días que no sabía nada de él, estaba preocupada, pero no quería llamarlo. Si tomaba una decisión, quería que fuera su decisión y no una decisión influenciada por una cortesía de último minuto.
Todo eso daba vueltas en su cabeza antes de producirse el accidente. Cuando llegó a su casa, la lluvia había mermado, a diferencia de su desesperación y angustia. Entró su auto al garaje, lo revisó minuciosamente, no había ningún indicio del accidente. Ni marcas, ni golpes, ni sangre, ni un bollo. Nada, el auto estaba perfecto. “Pero lo atropellé y él esta muerto”, se dijo.
Fue al baño, tomó una ducha, y siguió pensando en esa sóla y única idea que ocupaba su cabeza y su corazón. ¿Qué hacer y cómo? No podía llamar ni contarle a nadie, comprometería a la persona que intentara ayudarla, no podía involucrar a nadie. Lo que había pasado era su culpa, debía resolverlo en soledad. Se sentía como un animal enjaulado, iba de una habitación a la otra, presa de su culpa. Nada la aliviaba, muy por el contrario, todo indicaba que debía pagar lo que había hecho.
Pasó toda la noche en vela, armando un rompecabezas sin solución, no había más vueltas que darle. No había más historias que inventar, no había más argumentos que buscar, ni historia que reconstruir. Sólo había una salida, o al menos era la que ella veia como plausible. Iría a la comisaría, le contaría su versión y que ellos decidieran que hacer. Era lo más sensato.
Y así lo hizo, llegó a la comisaría, y la atendió alguien que ella calificaría como: “un chico con uniforme”, él le pregunto que necesitaba.
Paula le contestó: – Quiero hacer una denuncia. – y antes de perder el valor continuó: – Anoche maté a un hombre en la ruta.
- Tome asiento, aguarde un momento que ya la atiende el comisario. – le dijo el aspirante.
Paula estaba sorprendida, “Que me siente. ¿Cómo no me esposó ni me metió en una celda? Que chico incompetente, me puedo escapar tranquilamente, y él como si nada”. Ahí estaba ella, sola, tratando de purgar su condena, muerta de miedo por su futuro. A los pocos segundos apareció el comisario. Un hombre muy alto y fornido, con cara de bueno y una gran sonrisa, con unos ojos azules muy profundos y limpios.
La hizo pasar a su despacho, le dijo que se sentara, la miró a los ojos y le dijo:
- “Así que usted atropelló al hombre de la ruta, m´hijita.
No le sorprendió el comentario, a estas alturas ya lo habrían encontrado.
– Sí – dijo Paula.
- Claro – prosiguió el comisario – - Llovía, usted no lo vió, él no la vió. Salió de la nada, en medio de la lluvia. ¿Recuerda algún detalle más?
- No – dijo Paula – Todo está muy confuso, ni siquiera recuerdo haberlo golpeado…
-¿Y su auto? – interrumpió el comisario – ¿Cómo quedó su auto?
Ella lo miró, no entendía por que le preguntaba algo así tan frívolo.
- ¿Que importancia puede tener como quedó mi auto? – dijo Paula. 
- Lo único que importa es que le quité la vida a una persona.
Después de decir esas palabras ella rompió en llanto.
- Cálmese señorita. – le dijo el comisario – Lo que le pregunto es importante, dígame, ¿cómo quedó su auto?
- El auto no muestra señales del accidente.
- Está bien – le dijo el comisario – y es lógico, por que tampoco hay cuerpo.
Ella lo miró muy seria.
- No entiendo – le dijo.
- Si, lo sé. – dijo el comisario – Es normal que no lo entienda. Verá, hace como 40 años, en ese mismo lugar fue atropellado un hombre. Era una noche de tormenta, igual que la de anoche. El hombre iba a un campo vecino a buscar un animal que se le había perdido. El conductor no lo vió venir, ni siquiera paró para ayudarlo, se dió a la fuga. Las noches de tormenta, el ánima del hombre atropellado, vuelve a aparecerse a los conductores que van distraídos, o conducen demasiado rápido y estos lo atropellan. Les ha pasado a casi todos por aquí, hasta a mi mismo, me ha pasado. ¿Entiende m´hijita? , es el anima de ese pobre hombre que vuelve para darnos una lección…

jueves, 24 de noviembre de 2011

Las consecuencias de su juego

Ese día se despertó con peor humor que de costumbre. No tenía ganas de desayunar, así, que leyó un poco para hacer tiempo. Luego tomó una ducha, se afeitó cuidadosamente, se vistió y se puso en marcha. Ese mediodía tenían una comida de trabajo, esos eventos tontos donde la gente se reúne, comenta intrascendencias, y se reúnen fondos para investigación.
Estaba fastidiado, detestaba esos eventos, tener que explicar a gente superficial, con una atención dispersa, en que consistía su trabajo. Era algo árido, inútil, lo hacía sentir como el sujeto de un fallido experimento, como uno de sus ratones blancos.
La situación era de por sí ridícula. Él era un hombre de ciencia, un hombre racional, con sentimientos básicos. Así era como se definía. El sostenía que en los seres racionales debía primar la razón sobre los sentimientos. En su caso, su razón controlaba a su pasión. Para él los sentimientos eran una cursilería distractiva, que lo apartaba de su objetivo, de su mundo, de su labor.
Era un hombre de ciencia, y no un hombre de fé. Siempre hacía esa disquisición. Era un ser parco, huraño, solitario, de un carácter un tanto irritable. Nunca estuvo enamorado, consideraba a ese sentimiento como una patología. Para él, la gente que se enamoraba sólo eran personas que compartían una patología, no un sentimiento.
Cuando llegó al lugar donde se iba a desarrollar el “evento recaudatorio”, tal como él lo calificaba, la vió. Se sorprendió mirándola y devolviéndole una sonrisa. “Es una locura”, se dijo, y raudamente fue al encuentro de algunos colegas. Juntos soportarían los embates que les producía ese poco deseado evento.
Al poco rato un grupo de señoritas se dirige hacia ellos, uno a uno le preguntan sus nombres, a cada uno se le asigna un sitio. Naturalmente, trató de apelar la medida de las jóvenes argumentando que a él y a sus compañeros les habían tocado mesas diferentes. Ellas contestaron que la distribución de los comensales había sido hecha por la persona que organizaba el evento. Nada se podía hacer a ese respecto.
Con su creciente mal humor a cuestas, se sentó de muy mal grado. Para colmo de males, a su derecha, habían sentado a una mujer, su nombre era Ivana. Para el año que viene que se olviden de mí, pensó, voy a dar parte de enfermo una semana antes,
El destino, además de tener un gran sentido del humor, confecciona nuestra vida con mucha antelación. Sus designios son hechos con una minuciosidad obsesiva y a prueba de científicos. Una vez que estuvo sentado y abstraído en sus protestas racionales, ve de soslayo que Ivana, su imaginada molesta compañera de sitio, se para detrás de la silla que le habían asignado, y comienza a correrla para sentarse.
A pesar de todo, él tenia modales. Que no usaba muy a menudo, pero los tenía, y muy allí dentro suyo, olvidados en su interior. Pero cuando le llegó el aroma de su perfume, afloraron inmediatamente. Se puso de pie, corrió la silla, la miró a los ojos y le dijo “Mariano Araujo”. Ella le sonrió, por segunda vez en el día, y le dijo “Ivana”.
Ella era una mujer con mucha personalidad, bella, tenía puesto un sencillo vestido azul. Aún así, destacaba del resto. Él estaba sorprendido, su conducta dejaba mucho que desear. El control lo había abandonado, estaba turbado, amilanado, su andamiaje y todo lo que había construido sobre él se estaba desmoronando. La racionalidad lo había abandonado, se había batido en retirada con la poca dignidad que le quedaba, después de haber perdido por primera vez, y de manera humillante.
Él, Mariano, se encontraba conversando animadamente con Ivana sin apellido, y con el resto de los mortales no científicos que ocupaban esa mesa de temas banales, intrascendentes, de nada en particular y sobre todo en general. Eran temas varios, superficiales, de los que no salvan al mundo de enfermedades ni mitigan su hambre.
Le pareció una experiencia extraña, pero no del todo desagradable, muy por el contrario. Después del segundo plato, Ivana dijo a sus compañeros de mesa: “Les propongo un juego, ¿qué les parece?”. Inmediatamente todos dijeron que sí. Sorprendentemente el primero en pronunciar la entusiasta afirmativa, y ante su sorpresa fue… él, el racional científico,
Él, que normalmente se hubiera reído de semejante propuesta, y hubiera descartado de plano su participación por considerarlo como algo inmaduro e infantil. Fue el primero que contestó, prestándose de muy buen grado a jugar el jueguito que le proponía ella.
El juego consistía en decir que pequeño sacrificio estaba dispuesto a hacer cada uno de los participantes, para que mágicamente el mundo dejara de ser el mundo que es, y pasara a ser un lugar mejor. Ivana fue la primera en responder: “Mi debilidad son los zapatos. Yo estaría dispuesta a no comprar zapatos durante todo un año, ese sería mi pequeño sacrificio”.
Todos estaban de lo más divertidos, contestaban a conciencia, se lo tomaban muy en serio, como si realmente su pequeño sacrificio, haría surgir un mundo mejor. Habían caído en la magia del juego, todos lo estaban disfrutando, hasta se sentían mejores personas por hacer ese sacrificio imaginario.
Mariano fue el último en responder. Demás esta decir que las respuestas de sus predecesores les parecieron banales, tontas. Comenzó su racional alocución diciendo que por más que todos lo intentaran la consigna era imposible, irrealizable. Dió un largo argumento racional incontestable, sólido, abrumador.
Una vez que hubo terminado de dar su argumento. Ivana lo miró a los ojos y le dijo: “No me contestes con la cabeza, respóndeme con el corazón, ¿qué harías?”. Él no podía creer que estuviera ignorando su racionalidad, su sólida postura. Ella lo estaba desafiando, estaba provocando su intelecto. Eso es un sueño, una fantasía le dijo Mariano.
“Así es”, le dijo Ivana, “es lo que diferencia una meta de un sueño. Cualquier persona puede alcanzar una meta con trabajo, tesón, disciplina y autodeterminación. En cambio para alcanzar un sueño se necesita una cuota de ilusión, de magia, de fe. Es esa conjunción la alquimia de la que muchos carecen”.
Ese juego cambió la vida de Mariano. La respuesta de Ivana lo demolió, a la vez que lo embelesó, lo enamoró. En ese mismo segundo la adoró. Inmediatamente se dieron cita en su cabeza todas las frases cursis que decía su abuela. Llegaban sin aviso, de repente, prepotentes, llegaban intempestivamente, sin llamar. Sólo entraban, se quedaban y se repetían una y otra vez. “Muy bien”, se dijo mentalmente, “entendí el mensaje”.
Entonces tomó una decisión, la decisión. Desconectó su mente y por primera vez en su vida dejó que su corazón tomara las riendas. Se dejó llevar y la invitó a salir. Con el tiempo, Ivana le confesó que se había enamorado de él en la comida del año anterior. Era ella quien tenía a su cargo la organización del evento. No sólo había planeado donde iban a sentarse, sino que también se había asegurado que “él cayera en las redes de su amoroso juego”.

martes, 22 de noviembre de 2011

La Confiable Justicia Divina

Hoy era el día, debía hacerlo de una vez. Todo estaba preparado, las condiciones estaban dadas. Había hecho las averiguaciones pertinentes y el seguimiento. Hacía cinco años que lo estaba planeando, le llevo mucho tiempo y energía llegar hasta ese momento, pero había valido la pena. Finalmente, estaba listo.
Hacía algo más de un año que César estaba libre. Que irónico. Él estaba libre. Cada vez que lo recordaba el corazón le daba un vuelco y la ira lo cegaba. César ahora podría hacer lo que quisiera: ir, venir, reír, caminar, reunirse con sus amigos. Sin embargo, ella… No importa, se dijo, todo va a cambiar.
Antes de salir repasó por última vez lo que haría. Lo hizo durante gran parte de la noche, hasta que se quedó dormido. A la mañana, al despertarse volvió a hacerlo. Todo estaba cubierto, nada había quedado librado al azar, había planeado cada palabra, cada movimiento.
Había observado a César, lo había fotografiado, radiografiado. Conocía de sobra como iba a ser su reacción, que diría, como lo diría y para que lo diría. Sabía también cual sería su contrarreacción a la reacción de él. Nada iba a salir mal, no habría sorpresas, ni contratiempos, ni fallas de ningún tipo.
Lo estaba planeando desde hacía mucho, el último año lo había dedicado a perfeccionar su plan. Lo afinó, le dió ciertos ajustes, un estilo, lo embelleció para dedicárselo a ella. Inés se merecía eso y mucho más.
Memorizó cada detalle de manera que todo estuviera aceitado, de manera que cada cosa encajara dentro de otra como los engranajes de un reloj. Todo estaba dispuesto, y así se haría. Miró la hora, cerró la puerta de su casa y se puso en camino.
Iba a hacer justicia. Iba a darle a ella la justicia que la Justicia le había negado. Siempre había estado en contra de la justicia por mano propia, el ojo por ojo y diente por diente le parecía algo que no era de esta época.
Una reacción irracional, un hecho de bárbaros. Siempre había creído en la Justicia, hasta que él la necesito. Hasta que la muerte de Inés quedó casi impune. Cesar le había quitado la vida, y la Justicia no lo había condenado.
Con su venda en los ojos no había visto los hechos como él los veía, como debían haber sido vistos. Todo fue rápido e incompleto. Cesar había tomado la vida de Inés y no había pagado todo lo que debía. La deuda estaba vigente y él la cobraría.
La deuda se extinguiría de una sola y única manera: tomaría la vida de Cesar por la vida de Inés. Con ese acto no la recuperaría, eso lo tenía muy claro, esa maravillosa mujer de la que él estuvo enamorado durante años, y ella consideraba solo un amigo, no volvería mágicamente a la vida. Esa mujer que Cesar no supo valorar estaba muerta, ese era un hecho que ni él ni nadie podría cambiar.
Lo único que estaba en sus manos era equilibrar las cosas. Darle a cada quien lo que se merecía, quitarle a Cesar lo que él le había quitado a Inés. Eso mantendría el equilibrio, eso le daría paz de conciencia, eso era lo que cada uno merecía. En definitiva con ese acto, cada quien tendría lo que le correspondía.
Finalmente llegó a la casa de Cesar. Era temprano, faltaban unos minutos para que él saliera. Así que espero pacientemente, estaba muy calmado. Eso no lo asombró, esa misma situación la había vivido muchas en su cabeza, tal vez demasiadas. Eso debía terminar cuanto antes.
Cuando vio encenderse la luz de descenso del ascensor, se puso en marcha para salirle al encuentro. Cesar salió del ascensor, abrió la puerta del edificio y lo vió. Él se paró frente a Cesar, clavó sus ojos en los suyos y con un tono calmado, profundo, casi con cierto dejo de dulzura le dijo: ”Vengo a matarte”.
Cesar le sostuvo la mirada, sus ojos mostraban una profunda tristeza y un marcado abatimiento. Que al pronunciar la sentencia se tornó en alivio. Inmediatamente contestó: ”Te lo agradezco de todo corazón. No pasa un segundo sin que piense en ella y me arrepienta de lo que hice. Mi vida es una tortura, ya no soporto vivir así, pensé en quitarme la vida, pero no tuve el valor. Al fin el cielo escuchó mis oraciones”.
La confiable Justicia divina había comenzado a poner en marcha su maquinaria, y a poner las cosas en equilibrio. No tenía sentido tomar la vida de Cesar, para que quitar la vida y darle el alivio. Su vida misma era su máximo castigo. Así que se dio media vuelta, y se fue teniendo la certeza que Inés, por fin, descansaba en paz.

viernes, 18 de noviembre de 2011

Unidos por el caminio

Subió al micro, y se dejó caer en el asiento. Estaba abatida, los últimos días habían sido largos, espantosos, tristes, duros. La vida había reservado turno para todas las malas experiencias que pudo reunir.
Respiró profundo, sacó un libro y comenzó a leer. Quería distraerse, ocupar la mente, no pensar. Al terminar esa primera página, levantó la vista. Algo la distrajo y su mente tomó el control. Primero le trajo una reflexión: era el primer viaje que hacía sola. Siempre había viajado acompañada, menos esta vez. Luego comenzó como una enajenada a traer una sucesión interminable de imágenes, recuerdos dolorosos y amorosos.
Inevitablemente surgió la pregunta: ¿dónde se fué el tiempo, cuándo transcurrió que no me dí cuenta? Todavía tenía vívido en su memoria aquel primer baile en el que estrenó su primer vestido largo. ¿Pero, qué pasó después? ¿Cómo llegué hasta aquí? La respuesta era simple, tan simple como demoledora. Ni siquiera quería pensarla, pero debía ser valiente y enfrentarlo.
Ella era la causa, y su hija su consecuencia. Hacemos elecciones. Quizás no siempre son las mejores, quizás nos parecen las mejores en ese momento. Después, a la luz de los acontecimientos, vemos que son tremendos errores. Claro, de eso nos damos cuenta cuando es demasiado tarde, cuando ya no hay vuelta atrás, cuando el daño esta hecho o la vida esta gastada como en su caso.
Siempre había estado con ella, desde que ella la engendró y hasta el día de su muerte. Había vivido por y para ella, la vida que ella hubiera querido. Había vivido una vida ajena, que no le pertenecía, que no le era propia, que no hubiera sido la que quería. Era la que ella quería y eso era suficiente. Y fue valiente y se preguntó, ¿era suficiente? La respuesta fue inmediata, tajante. “No”, pronunció en voz alta.
Por primera vez en muchos años se sintió aliviada, era libre. Todavía no sabía muy bien que iba a hacer con esa libertad. Por lo pronto se dirigía a la costa, a la casa de unos familiares a pasar unos días. Allí podría pensar más claramente, evaluar que rumbo iba a tomar su vida. Todavía era una persona joven, o al menos así se consideraba. Se sentía optimista al pensar en el futuro, Nada podía ser peor que su pasado.
Una voz que encerraba una pregunta la trae a la realidad ¿Qué frío hace no?, un señor se había sentado a su lado y buscaba conversación. Debía tener cuidado, el viaje era largo, debía asegurarse que ese hombre que en principio la atrajo no fuera un pesado insoportable.
Transcurrida media hora ya conversaban como si se hubieran conocido de toda la vida, Inmediatamente simpatizaron, apareció ese lazo invisible, esa mágica comunión que llama a los más puros y nobles sentimientos. Había miradas profundas, esas en las que se dice todo sin decirse nada.
Respetaban los tiempos, se escuchaban con una atención suprema. Para quien los observaba, más que un diálogo parecía una ceremonia en la que cada vez que uno tomaba la palabra, daba al otro precisas instrucciones para obtener el secreto de la eterna felicidad.
El le contó que iba a la costa por negocios, hacía unos años se había separado de su esposa. Todavía quedaban algunas heridas abiertas y sentimientos a flor de piel. Ella también le contó su vida, al menos la parte pertinente. Le contó que su madre había muerto recientemente, omitiendo ciertos detalles. No quería dar lástima y mucho menos a él.
Cuando llegaron a destino, se miraron a los ojos por unos minutos y se dijeron todo cuanto debían decirse. Luego se tomaron de las manos y se fueron juntos. Por esas cosas de la vida, se habian encontrado el uno al otro. En ese momento en que ella pensó que era el peor, en el que creyó su vida agotada y malgastada. En ese momento que tal vez no era el mejor, fué valiente y tomó la decisión correcta.
Pasaron ya 10 años desde aquel día, con días buenos, mejores, malos y de los otros. Ellos siguen juntos, mirándose, extasiándose y amándose como el primer día.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Solamente ella y él

Él la adoraba, la veneraba. Nunca había sentido ese estado de plenitud. Nunca se había sentido tan completo, tan dichoso, tan feliz. Cuando la conoció, su vida dio un giro. Ella fue lo mejor que le pasó en la vida. El de él era un amor real, puro, incondicional.
Tuvo que pasar muchos sinsabores y desencantos para llegar hasta allí, pero sin lugar a dudas había valido la pena. Tenía la plena seguridad que ella era la persona que el destino le tenía asignada. Su compañera en esta vida, su amada.
Él era muy protector. Todas las mañanas se levantaba muy temprano, iba a buscarla a su casa y la acompañaba a su trabajo. Por las tardes salía de su trabajo y corría a su encuentro. A él no le importaban las bromas que le hacían sus amigos al respecto. Lo único que le importaba era protegerla y compartir todo el tiempo que pudiera. Disfrutando de cada instante.
Había pasado más de un año desde aquella primera salida. La relación había alcanzado un nivel inmejorable, estaba fuerte, consolidada. Ellos habían crecido como pareja. Era necesario que pasaran al próximo nivel. Algo de seriedad y compromiso no les vendría nada mal, al contrario, los fortalecería. Se irían a vivir juntos, la decisión estaba tomada.
Entonces comenzaron la búsqueda, necesitaban un lugar que estuviera cerca, o al menos no tan trasmano de sus respectivos lugares de trabajo. No quería perder horas y horas viajando, querían ahorrar todo el tiempo posible para estar juntos, disfrutando uno del otro.
El que busca encuentra, y ellos encontraron, no tan pronto como lo esperaban, pero encontraron lo que buscaban. Eso y el hecho de estar juntos, de compartir su existencia, de no estar pendientes de horarios ni de tiempos ajenos, potenció su felicidad.
El tiempo transcurrió entre dicha y alegría. Un buen y feliz día el sorprendió a familiares, amigos y conocidos con la buena noticia. Ella estaba embarazada, su amor seguía avanzando, prosperando y dando literalmente frutos. Alquilarían un salón, y darían una gran fiesta de compromiso, se presentarían en sociedad ante familiares y amigos. Luego, para estar a tono con la seriedad que requería su estado de futuros padres, se casarían. Era lo que él siempre había querido.
Finalmente llegó el gran día, el día del compromiso tan ansiado. El día en que oficializarían su amor ante familiares y amigos. El día en el que asumirían el compromiso de casarse ante la ley y ante los ojos de Dios. El día más feliz de su vida, ese día tantas veces soñado, tantas veces imaginado y anhelado.
Todos los familiares, amigos, compañeros de trabajo y algunos vecinos de él estaban presentes, expectantes, felices por su felicidad. A todos les llamó la atención que no hubiera nadie por parte de la novia. Aunque esas cosas pasan, la familia podía no estar de acuerdo. ¿Pero que pasaba con sus amigos? Tampoco estarían de acuerdo con la relación, o tal vez sentían celos de su felicidad. Lo más terrible, y lo que quizás algunos secretamente sospechaban, fue que la novia tampoco se hizo presente.
Todos trataban de calmarlo, aunque estaban preocupados, no sabían, ni tenían la seguridad de que le había pasado. Lo llamativo era que ni ella ni su gente se habían hecho presentes. Los más suspicaces sostenían la teoría que esto era algo que ella había planeado. Estaba clarísimo, no se podía deber a un contratiempo ni a un accidente.
Todo era por demás confuso. Antes de comenzar con las acusaciones mentales hacia "la novia", querían tratar de comprender el porque esa de esa reacción, el porque de la crueldad, el porque de la humillación. Porque plantarlo delante de todos sus seres queridos. Porque no decirle que no se iba a presentar. Porque no evitarle esa vergüenza, si alguna vez lo había querido tanto.
Él no podía creerlo, estaba desolado, aniquilado. No se explicaba el porque de la reacción de ella. Estaba sorprendido, en un shock del que no podía salir. Eso era una pesadilla, no podía ser cierto, no debía ser cierto.
Después del frustrado festejo, su mejor amigo lo acompañó a su casa, el lo invitó a subir. Era la primera vez que su amigo entraba en la casa. Allí no había rastros de ella. En ese lugar que fuera testigo de su amor, no habían quedado pruebas de su existencia. Parecía como si ella nunca hubiera vivido allí.
Viendo el estado en el que él se encontraba, su amigo le dijo que quería hablar con ella, que por favor le diera la dirección de su trabajo. Tal vez así ella reflexionaría, o podrían resolver lo que ocasionó su conducta. Al principio el se resistió un poco, pero luego le dio la dirección. Tenía la esperanza que su amigo solucionaría este, el peor problema que había tenido en su vida.
Al día siguiente, el amigo de él fue a verla, quería saber que la había llevado a tomar esa decisión tan terminante. Preguntó por ella, se presentó y comenzó a hablarle serenamente. Mientras el amigo de él hablaba, ella lo miraba con una mezcla de asombro e incredulidad. Cuando él terminó de hablar, ella le preguntó si era una broma.
Esto enfureció al amigo de él, que mala persona, pensó, como podía tomar esa actitud, como osaba tomarle el pelo de esa manera. Pero a medida que ella le daba su versión, la piedad y la conmiseración por su amigo lo invadían.
Ella le contó que estaba casada desde hacía dos años, que estaba esperando su primer hijo. Cuando el amigo le mostró la foto de él ella lo recordó. El había entrado una vez al negocio en el que ella trabajaba. A partir de ese momento, el comenzó a seguirla, no le perdía pisada.
Todas las mañanas la esperaba en la esquina de su casa, viajaban en el mismo colectivo, y por la tarde la esperaba a la salida del trabajo. Él nunca le dijo nada. En un principio pensó en denunciarlo a la policía, pero ¿qué iba a decirles? Él nunca tuvo una actitud amenazante, ni le faltó el respeto.
Ella pensó mucho en que hacer para evitar esa situación, entonces sin decir el porque, le pidió a quien ahora es su marido, que la acompañara a su trabajo y la fuera a buscar. Esto no lo detuvo, él continuó siguiéndola hasta ayer.
El amigo de él pudo comprobar que la vida de ella era tal cual él la había relatado. Lo único que era inexacto o que no encuadraba en la vida de ella era él mismo. Quien sólo era el amado protagonista en su imaginación.

lunes, 14 de noviembre de 2011

El Taxidermista

Atilio era un hombre de aproximadamente unos cincuenta años, alto, de complexión maciza. Vivía en las afueras del pueblo. Era extremadamente educado, simpático, siempre tenía una sonrisa y un saludo preparado para quien se cruzaba con él.

Por generaciones el negocio de su familia había sido la apicultura. Y Atilio no fue la excepción a la tradición familiar. El era hijo único, en realidad tuvo una hermana mayor que murió cuando era pequeño. Sus padres habían quedado muy afectados con la muerte de su hija, por eso cuidaban a su hijo, quizás más de la cuenta.

Sus padres habían muerto hacía ya varios años y el quedó sólo con el negocio en esa enorme casa. Atilio siempre tuvo una afición, un hobbie, la taxidermia. Al morir sus padres, las horas que antes les dedicaba comenzaron a ser ocupadas por su pasión.

La taxidermia llenaba sus días y sobre todo sus noches. Noches en las que se sentía tan solo y desprotegido como un niño abandonado y solitario. Había dispuesto especialmente un cuarto para trabajar, con todas las comodidades que su actividad requería.

Su hobbie lo apasionaba, lo maravillaba el poder jugar un poco a ser Dios, y evitar la corrupción que hace que un cuerpo se convierta en cadáver. El hecho de mantener con aparente vida ese cascarón vacío que alguna vez contuvo a un ser vivo.

Al principio comenzó con piezas pequeñas. Pájaros que encontraba muertos en el campo. Un día encontró un gato muerto muy cerca de su casa, entonces pensó que estaba listo, que debía animarse con animales más grandes. El reto estaba planteado, y lo aceptó. No podía perder esa maravillosa oportunidad que el ciclo de la vida le regalaba para ser inmortalizada.

Atilio podía arrepentirse de muchas cosas en la vida, pero de lo que nunca se arrepentía fue de haber aceptado ese reto. De haber reconstruído el cuerpo de ese gato gris. Ahora su gato gris, su gato gris humo. Humo, ese sería su nombre.

Pasaba horas contemplando a Humo, lo contemplaba con una mezcla de admiración y embelesamiento. Lo miraba de cerca, de lejos. lo ponía en la entrada de la casa, en la ventana de su cuarto, en la terraza.. No podía creer que esa fuera su obra, su creación, su orgullo. Le parecía mentira haber plasmado en Humo, algo tan real, algo tan natural, algo con tanta vida.

A Humo le siguió Cala, la perra de un vecino que había muerto de una perdigonada. La llegada de Cala le dispara una idea, la idea de su vida, que más que una idea era un proyecto que necesitaba concretar, plasmar inmediatamente. Su vida debería dar más vida, una vida que creciera y se reprodujera

Atilio se dijo: “Tengo a mi gato Humo, a mi perra Cala, debo echar raíces. No puedo postergarlo más, necesito una familia. Esta casa tiene que estar completa, debe estar colmada nuevamente de vida. Voy a conseguir una esposa y con ella tendremos hijos”.

La idea de estar otra vez solo lo hería, le quitaba el aire. Era algo que no podía soportar más. Para él la soledad era un estado intolerable, hiriente, que solo le hacia daño. La imagen de volver a estar solo lo paralizaba, le quitaba el aire.

Y así fue como se decidió a comenzar a trabajar en el proyecto de formar una familia. Hizo un estudio profundo y pormenorizado, y alguna que otra averiguación. Consiguió un contacto sumamente discreto, que en estos casos es lo que realmente sirve. Otorgó algunos dinerillos y finalmente obtuvo lo que quería.

Y así fué como el encargado de la noche de la morgue del hospital de un pueblo vecino le consiguió el cuerpo de su esposa. Una mujer joven, que había muerto de un ACV, sin filiación conocida. Esa fue su primera experiencia con una mujer, en todo sentido.

Atilio la embalsamó utilizando una técnica milenaria pero eficaz, quedó perfecta. La modeló a su gusto, le dió todos los atributos que soñaba. Él era su mentor, su creador y ella su musa inspiradora.

Los hijos tardaron en venir, pero finalmente llegaron y colmaron a la feliz pareja de una felicidad mayor a la que tenían. También llegaron, suegros, cuñados, cuñadas, tíos, tías. Primas y primos. Ahora sí, su casa rebozaba de felicidad, de una felicidad real, como su familia. De una felicidad y plenitud como no había conocido.

Cuando a raíz de una denuncia la policía encontró a Atilio y a su familia y le preguntaron por que lo había hecho, él les dijo: “estábamos solos, ahora nos hacemos compañía”.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

El Descubrimiento

Andrea era una mujer un tanto estructurada, de esas que no toleran ver que los almohadones no estén perfectamente alineados. Había conseguido todo lo que se había propuesto en la vida. Consiguió tener un matrimonio feliz, una buena posición, amigos influyentes.
Hacía varios días que llovía sin parar y eso no ayudaba a levantar su ánimo. Tal vez fue eso lo que la llevó a evaluar su vida, o quizás el cuadro de situación de lo que la rodeaba. Su conclusión se hizo esperar, pero fue demoledora y hasta la sorprendió. Estaba harta de su vida, necesitaba un cambio.
Pensó y pensó sobre que era lo que realmente quería, que era lo que lograría satisfacerla, lo que podría devolverle la felicidad o el ánimo perdido. Dejó de mirar por la ventana, se paró, tomó su cartera, las llaves del auto y decidió seguir el itinerario que le dictara su impulso. Comenzaría por la cabeza, necesitaba un nuevo corte de pelo. Seguiría con la compra de ropa, zapatos, tal vez una joya, y luego tendría una aventura.
Fue así que se topó con Mario, un adonis hedonista, que vivía para su cuerpo y de su cuerpo. No era inteligente, pero sí astuto, además de llamativo. Lo bueno para él es que era de lo más ubicado. Sabía que nadie esperaba que le develara el sentido de la vida, tenía muy claro que quien solicitaba su compañía no lo hacia para que el satisfaga sus apetitos intelectuales.
No había trabajado un solo día en su vida, siempre había logrado que lo mantuvieran. Ese era su segundo orgullo, el primero, obviamente, era su cuerpo escultural.
Mario había “terminado” una relación que había resultado muy rentable. Y por supuesto debía comenzar inmediatamente otra, así es el negocio. En los últimos días no había tenido suerte, había visto mujeres que podían dar el perfil que él necesitaba, pero que, analizando en profundidad, eran al igual que él sólo una nube de humo.
Para su suerte apareció en escena Andrea. Una mujer distinguida, muy bien vestida, madura, estaba sola. Llevaba una gran cantidad de bolsas de compra, lo que la hacía ingresar al grupo de posible prospecto. Mario puso manos a la obra, tenía que obtener más información para decidir si debía no o no comenzar el trabajo.
La siguió muy disimuladamente, tenía que ver que compraba, donde lo hacía y como pagaba, eso era fundamental. Ella era muy suspicaz, e inmediatamente se dió cuenta de la presencia de Mario. Por eso compró más de lo que tenía pensado para atraer su atención.
Finalmente ella se sentó, pidió algo para tomar, lo miró, le dirigió una sonrisa y lo invitó a sentarse a su mesa. El juego había comenzado, no había vuelta atrás. Por distintas razones, ambos se necesitaban, y tenían en común mucho más de lo que ellos hubieran creído.
Mario y Andrea se encontraron muchas veces, siempre en la casa de él. Ella tomaba esos encuentros como algo terapéutico, por lo que pagaba, y muy bien. Un día, después de una de sus “sesiones”, Andrea estaba en el cuarto mientras Mario preparaba, como un buen anfitrión, algo para tomar en la cocina. En el ínterin, sonó el móvil de él que estaba sobre la mesa de luz. Ella, guiada por la curiosidad, se apuró y lo tomó. Ávida de información, miró el número, lo reconoció y quedo petrificada.
Mario se apuró a contestar, trató de ser lo más sutil posible para recuperar el aparato. Tomó su mano, la besó y quitó el teléfono de ella. Mientras contestaba, se dirigía a la otra habitación en busca de privacidad: “¿Cómo estás?… Estoy aquí extrañándote, esta tarde… Sí, estoy libre. ¿A que hora venís? Te espero”.
Cuando el volvió al cuarto, ella se estaba vistiendo, lo miró y le preguntó quien era. Él le contestó que era un cliente que tenía desde hacía muchos años. Mario le contó que lo buscó a él, como una especie de terapeuta emocional. Porque estaba harto de su vida, de su trabajo, de su mujer, necesitaba algo que le diera un giro a su vida, que le aportara interés, emoción, adrenalina. Ella necesitaba saber más, saberlo todo, aunque doliera, siguió preguntando, y él contestando y contándole detalles que ella no podía ni quería creer.
Andrea hizo un descubrimiento que cambio el curso de las cosas, que modificó su vida. Descubrió que ella y su marido tenían mucho más en común de lo que jamás pensaron o imaginaron. Además de compartir una vida, propiedades, una empresa, amigos. También compartían un amante.

viernes, 4 de noviembre de 2011

Esperando Vivir

Carlos era un hombre al que definiría como transparente, al que nadie tenía en cuenta. Era una de esas personas de las que su presencia o su ausencia pasa desapercibida. Aparentemente no tenía ambiciones, ni motivación, ni metas a la vista. Sólo permanecía allí, aferrado a lo que conocía, respirando, transcurriendo. Pero también envidiando y codiciando la vida de cuanta persona se cruzaba en su vida.

Había heredado el trabajo de su tío, que había trabajado treinta años en ese puesto, después de haber sido ascendido de cadete a administrativo. Nunca había ascendido ni un escalafón, siempre permaneció allí, considerado casi como un útil más del inventario.

Carlos siempre detestó la vida de su tío, siempre pensaba que a él no iba a pasarle lo mismo. Lo tenía todo planeado, iba a trabajar un año en ese puesto y después comenzaría una carrera ascendente. Hasta alcanzar un puesto directivo, que ganaría a base de trabajo duro, capacidad y garra. El iba a demostrar quien era, todos iban a saber quien era él. Y entonces iban a respetarlo, a admirarlo.

Pero pasaron los años y el ascenso no llegó. A diferencia de sus compañeros, él jamás ascendió. Le faltaba iniciativa, garra, audacia. Él estaba atado, paralizado por el miedo, ese miedo a perder ese trabajo que tanto odiaba. Entonces comenzó pensar en dar un drástico giro a su vida y cambió de planes.

Abandonó la idea de ascender en la empresa hasta llegar a un puesto directivo. Ahora haría algo más seguro. Algo que le garantizaría el éxito inmediato y la fortuna. A los demás les pasa todo el tiempo ¿Por qué no a él? Entonces decidió que iba a estar tocado por la Diosa Fortuna, e imbuido de esa suerte iba a ganar la lotería. Iba a hacerse así como así de miles de millones, y tal vez compraría esa maldita empresa, o una mejor, quizás varias.

La vida le debía una oportunidad y esta vez iba a cobrarle esa deuda, el pacto estaba hecho. Entonces comenzó a comprar billetes de lotería, de las que hubiera, cuantos pudiera. Lo hizo por años, y años. Y nada, sólo lograba sacar terminación, un premio de poco monto, o acercarse al billete ganador por un número más o uno menos. Se ve que la vida no lo había tomado muy en serio ni a él ni a su pacto.

Un día faltó uno de los cadetes, su jefe inmediato lo envió al banco a hacer un depósito de una suma importante. Esas sumas de las que tal vez se esté cerca una sola vez en la vida. El refrán dice que la ocasión hace al ladrón, y Carlos no fue la excepción. No bien tuvo el dinero en sus manos comenzó a trazar su plan.

Debía hacerlo rápido, y hacerlo bien, no había lugar para errores, ni fallas, ni contradicciones. Era la oportunidad que estaba esperando, la vida le daba una revancha, esa que tantas veces él le había reclamado.
Fue a al cementerio de trenes, ese lugar que era sólo suyo, ese lugar secreto. Ese lugar donde se refugiaba de las burlas de los otros niños. Ese lugar donde soñaba con una vida diferente, una vida en la que sería poderoso e inmensamente feliz. Escondió el dinero, se dió un fuerte golpe en la cabeza (que luego requirió sutura), y fingió el robo.

Carlos era un hombre chato, sin iniciativa, pero honesto. Sus superiores creyeron su historia. No hubo ni la más minima duda. Después de una investigación que requería el seguro, la causa se cerró y él salio indemne.

Con el cierre de la investigación comenzó la etapa de pensar como materializaría su sueño. Donde iba vivir, que compraría, donde, seleccionaría una bella esposa, amigos que estuvieran a su nivel, autos de lujo, personal de servicio. Todo debía estar calculado. Pero todavía no era el momento.

Cuatro años después del robo, Carlos se animó a llevar el dinero a su casa. La meta estaba más y más cerca. Todo estaba planeado cuidadosamente. Cada detalle estaba guardado en su cabeza como el mapa de un tesoro. El próximo paso era dejar el trabajo, pero todavía no era el momento, sólo había que esperar un poco más. Había esperado tanto, que solo un poco más no le haría daño.

El viernes fue su último día de trabajo, por fín su jubilación había llegado. Podía hacer ahora lo que quería, Nunca se animó a usar el dinero, que ya había perdido valor por su falta de valor. Ya no le alcanzaría para cumplir sus sueños, sólo para una mínima parte.
Entonces pensó en donarlo, en llevarlo a una institución, pero entonces lo tendrían ellos y no él. Entonces sus planes sí serían inalcanzables.

Miró la bolsa con dinero y sintió que esa era la causa de su infelicidad, de su desdicha, de todos sus males. Sin pensarlo dos veces, siguió su impulso y lo arrojó al fuego.

Ahora sí, dijo, voy a ser feliz. Pero a la vez pensó como voy a poder vivir con esa jubilación miserable. Tendría que haber conservado el dinero, tendría que…

Y una vez más, al igual que lo había hecho siempre, no vivió la vida que se forjó. Sino que comenzó a construir una nueva fantasía, la de como hubiera sido su vida, si hubiera conservado ese dinero.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Los sueños de Ana

Todos los seres soñamos. Nuestros sueños suelen ser más o menos vívidos. A veces son más vívidos que otras, o recordamos con más detalles lo que soñamos. Otras se tornan en confusas marañas que no sabemos ni siquiera por dónde empezar a desentrañar.

Ana también tenía sueños, sueños que jamás recordaba. Era como si hubiera pasado la noche en blanco. Como si su mente se apagara al dormise y el sonido del despertador la encendiera por la mañana.

Pero los sueños de Ana tenían una excepción, que era ese sueño recurrente. El que la perseguía desde que tenía memoria. Ese sueño que la inquietaba, le causaba curiosidad, la fascinaba a la vez que le causaba temor. Ese sueño que hacía que odiara el momento de ir a dormir. Ese sueño que comenzaba como una pesadilla y se tornaba aterrador, ese que ella no sabía en que momento iba a aparecer.

A diferencia de sus otros sueños, a este sueño lo recordaba con lujo de detalles. A pesar que pasaban los años siempre era igual, tan claro, tan real y tan escalofriante como la primera vez que lo tuvo. Todo era tan vívido, las sensaciones eran tan reales, tan profundas, recordaba sus colores, sus tonos, sus olores. Mantenía en ella todas las sensaciones que en él experimentaba, las almacenaba, las acumulaba. Y cuando el sueño se volvía a producir éstas se potenciaban más y más.

Se despertaba sobresaltada, con el corazón acelerado y la respiración entrecortada. Bañada en sudor y temblando de miedo. En cuanto abría los ojos, veía la luz, y comenzaba su alivio y su conexión con la realidad. Su sueño era casi cinematográfico. Soñaba que estaba sobre el pasto recostada, era de noche. Estaba en un parque, a lo lejos se veía una capilla.

En la siguiente escena y sin explicación, tal como ocurre en los sueños, ella estaba dentro de la capilla iluminada sólo por la luz de velas, crepitantes e intermitentes.

Había un fuerte olor a incienso mezclado con el olor que producían las velas al quemarse. Por una de las ventanas, a lo lejos, se veía una fila de hombres caminando hacia la capilla iluminados por antorchas, tal vez monjes, vestidos con hábitos oscuros.
Minutos más tarde entran a la capilla, e inician un extraño rito. Nadie parece verla, entonces ella se queda muy quieta para no ser vista. Observa la escena con gran curiosidad, ella está fuera, pero lo ve desde dentro.

Entre ellos hay una mujer, está muy quieta observando sus movimientos. No se une a sus cantos ni sus oraciones, sólo guarda silencio y los mira con mucha atención.

Sin solución de continuidad, Ana se despierta en su cuarto. Está oscuro, pero aun así consigue divisar a los monjes. Siente su presencia, el calor que emiten sus cuerpos, su olor a incienso, hasta escucha el latido de sus corazones que se acelera con la respiración de Ana.

Ella se queda inmóvil, susurran algo que ella no entiende. Se produce un silencio profundo, escalofriante, luego uno de ellos se acerca a su cama. Rodea el cuello de Ana con sus manos y lo aprieta firmemente, hasta que ella deja de respirar. Todo termina con el advenimiento de la mañana, que le devuelve, una vez tras otra, la vida. Siempre ha sido igual. Siempre, una y otra vez.

Pero esta vez fue diferente. La mañana que le devolvía la vida nunca llegó…